He aquí, Yo estoy a la puerta y llamo - Capítulo 4
4. La culpabilidad oculta, en la historia sagrada
La existencia de culpabilidad reprimida, no reconocida, es un hecho a lo largo de toda la Biblia.
Como claro ejemplo de las engañosas motivaciones inconscientes anteriormente mencionadas, examinemos nuevamente la propia crucifixión de Cristo.
Los dirigentes judíos eran patéticamente sinceros al reconocer que la existencia misma de "la nación" requería que Jesús muriese. Caifás dijo: "Ni pensáis que nos conviene que un hombre muera por el pueblo, y no que toda la nación se pierda. Mas esto no lo dijo de sí mismo..." (Juan 11:50,51).
Esos hombres sabían muy bien que estaban crucificando a un hombre inocente. Lo que "no sabían" es que estaban dando rienda suelta a su inconsciente "enemistad contra Dios", oculta bajo la superficie del corazón carnal de todo humano. Sus palabras y acciones estaban motivadas por una fuerza interior desconocida para ellos. Todos participamos del mismo problema:
Esa oración de Cristo por sus enemigos abarcaba al mundo. Abarcaba a todo pecador que hubiera vivido desde el principio del mundo o fuese a vivir hasta el fin del tiempo. Sobre todos recae la culpabilidad de la crucifixión del Hijo de Dios. (El Deseado de todas las gentes, p. 694).
Pablo coincide en considerar el pecado de crucificar a Cristo como uno de desconocimiento: "...porque si la hubieran conocido, nunca hubieran crucificado al Señor de gloria" (1 Cor. 2:8).
Como en el caso de los dirigentes judíos, la humanidad de nuestros días no es consciente de esa culpa. Pero el pecado de aquellos es también el nuestro, por la sencilla razón de que todos compartimos la misma humanidad. Todos somos "miembros del cuerpo".
Recordemos todos que todavía estamos en un mundo donde Jesús, el Hijo de Dios, fue rechazado y crucificado, un mundo en el que todavía permanece la culpa de despreciar a Cristo y preferir a un ladrón antes que al Cordero inmaculado de Dios. A menos que individualmente nos arrepintamos ante Dios de la transgresión de su ley, y ejerzamos fe en nuestro Señor Jesucristo, a quien el mundo ha rechazado, estaremos bajo la plena condenación merecida por aquellos que eligieron a Barrabás en lugar de Jesús. El mundo entero está acusado hoy del rechazo y asesinato deliberados del Hijo de Dios. (Testimonios para los Ministros, p. 38).
Si rechazamos esa inequívoca verdad, estamos preparando el relevo para otra generación. El orgullo espiritual intenta evadir tal reconocimiento. ‘¡Imposible!, nunca podría hacer tal cosa’, podemos insistir. Sin embargo, esa fue precisamente la orgullosa pretensión de quienes rechazaron el comienzo del fuerte clamor (ver Review and Herald, 11 abril 1893).
En el despliegue final de la historia se producirá la exposición de la culpabilidad del mundo, de tal forma que todos puedan verla al fin. Cuando el mundo se una para exterminar al pueblo de Dios, con ocasión del decreto final, esa mente inconsciente de maldad será manifestada en su plenitud. El Espíritu Santo ya no será un poder refrenador. Todo el odio contra el pueblo de Dios, lo será en realidad contra Cristo –una pasmosa exhibición del mismo odio inconsciente que se manifestó en el Calvario– "para que toda boca se cierre, y todo el mundo sienta su culpa ante Dios" (Rom. 3:19 v. 90).
La dolorosa verdad desvelada por el mensaje del Testigo fiel y verdadero "al ángel de la iglesia en Laodicea" es que nuestro pecado hoy, comparte una culpabilidad equivalente a la que operó en los judíos del tiempo de Jesús. Consiste en impedir el derramamiento de la lluvia tardía. Bajo la superficie existe una "mente carnal" que "es enemistad contra Dios". A lo largo de décadas, esa enemistad no reconocida contra Dios, ha frustrado nuestros mejores esfuerzos conscientes para adelantar la venida del Señor.
Obviamente, sólo el "borramiento de los pecados" llevado a cabo en el día de la expiación puede limpiarnos hasta ese profundo nivel de pecado no reconocido. Cuando esa obra se realice, la hoy misteriosa frase "la expiación final", será más plenamente apreciada. Ningún proceso mágico cumplirá tal obra, sino que los pecados no conocidos serán plenamente expuestos a nuestro conocimiento, y nos arrepentiremos de ellos sin tardanza. Pero eso no es posible a menos que juntamente con el abundante desvelamiento de nuestro pecado, "sobreabunde" la comprensión de lo que realmente significa la gracia. De aquí la necesidad de una comprensión mayor que nunca antes del evangelio: la justicia por la fe. Sanados totalmente de la "enemistad", la "expiación" se hará eficaz, o "final". Es en realidad una reconciliación final.
- Mucho antes del Calvario, Jesús les señaló a sus enemigos su pecado inconsciente:
Por eso les hablo por parábolas; porque viendo no ven, y oyendo no oyen, ni entienden. De manera que se cumple en ellos la profecía de Isaías, que dice: De oído oiréis y no entenderéis y viendo veréis, y no miraréis [oida: ser consciente]. Porque el corazón de este pueblo está engrosado, y de los oídos oyen pesadamente, y de sus ojos guiñan: para que no vean de los ojos, y oigan de los oídos, y del corazón entiendan, y se conviertan, y yo los sane. (Mat. 13:13-15).
Marcos, en lugar de la última frase, añade: "porque no se conviertan, y les sean perdonados los pecados" (Mar. 4:12). Así pues la cosa no "conocida" [oida] resulta ser sus pecados. La Agencia divina encargada de traer a la conciencia el pecado que permanecía oculto, es el Espíritu Santo. "Y cuando él venga convencerá al mundo de pecado, de justicia y de juicio" (Juan 16:8). Es imposible que el pecado sea borrado, a menos que el Espíritu Santo imparta conciencia del mismo. Es por eso que no hay tal cosa como una puesta a cero automática al tocar la tecla mágica: ‘Señor, perdóname de todos mis pecados’, sin que esos pecados acudan a nuestra conciencia.
A.T. Jones, uno de los agentes usados por el Señor para comunicar a su pueblo el "comienzo" de la lluvia tardía en 1888, insistió en que los pecados ocultos en el corazón humano deben ser traídos a nuestra conciencia antes de poder ser borrados. Las "buenas nuevas" consisten en que el Señor hará esa obra, si nosotros se lo permitimos:
Algunos de los hermanos aquí presentes han hecho ahora eso mismo. Llegaron aquí libres; pero el Espíritu de Dios trajo a la luz algo que antes no habían nunca visto. El Espíritu de Dios fue más profundamente que nunca antes, revelando cosas que no se habían visto con anterioridad; y entonces, en lugar de agradecer al Señor que eso sea así, a fin de expulsar todo ese mal... empezaron a desanimarse...
Si el Señor nos ha mostrado pecados en los que nunca antes habíamos parado la atención, lo único que eso muestra es que está avanzando hasta lo más profundo, y llegará finalmente hasta el fondo; y cuando encuentra la última cosa que es impura o sucia, es decir, en desacuerdo con su voluntad, y la trae a nuestro conocimiento, y decimos: ‘prefiero al Señor que a eso’, entonces la obra está completa, y el sello del Dios viviente puede ser colocado sobre el carácter. [Congregación: ‘Amén’].
Esa es la bendita obra de la santificación. Y sabemos que esa obra de santificación está avanzando en nosotros. Si el Señor quitase nuestros pecados sin nuestro conocimiento, ¿qué bien nos haría eso? Significaría simplemente convertirnos en máquinas. No es ese su propósito, de forma que quiere que sepamos cuándo son expulsados nuestros pecados, a fin de que podamos saber cuándo viene su justicia. Lo tenemos a él cuando nos entregamos a nosotros mismos. (General Conference Bulletin, 1893, p. 404).
En relación con lo anterior, leemos de la pluma de E. White:
La ley de Dios llega hasta los sentimientos y los motivos, tanto como a los actos externos. Revela los secretos del corazón proyectando luz sobre cosas que antes estaban sepultadas en tinieblas. Dios conoce cada pensamiento, cada propósito, cada plan, cada motivo. Los libros del cielo registran los pecados que se hubieran cometido si hubiese habido oportunidad... Dios tiene una fotografía perfecta del carácter de cada hombre, y compara esa fotografía con su ley. El revela al hombre los defectos que echan a perder su vida, y lo exhorta a que se arrepienta y se aparte del pecado. (E.G.W. CBA, vol. 5, p. 1061).
Esas "cosas que antes estaban sepultadas en tinieblas", está claro que no son "pecados conocidos" intencionadamente ocultados a los demás. Se dice que consisten en "los pecados que se hubieran cometido si hubiese habido oportunidad". Por lo tanto, son pecados que no han sido propiamente "cometidos", en el sentido de acto externo. Son "propósitos" y "motivos" sepultados en lo hondo del corazón. ¿Cómo puede tener lugar el borramiento final de los pecados si esas cosas no afloran nunca al conocimiento? Es con ese asunto que tiene que ver el mensaje a Laodicea, y esa es la razón por la que concluirá con "el fuerte clamor del tercer ángel", una vez que haya sido comprendido y gozosamente recibido tal como el Señor dispone que lo sea.
De manera que hay dos factores importantes que condicionan el "borramiento de los pecados": el que los pecados sean traídos a la plena consciencia; y una nueva apreciación de la cruz, que provee la dinámica que hace posible tal experiencia.
Si eliminamos la expiación efectuada en la cruz, el resultado es que ningún pecado puede ser perdonado, y mucho menos "borrado". La gran profecía de Zacarías tiene indudable relación con el "borramiento de los pecados", ya que se refiere al "pecado y la inmundicia". Tal profecía no se ha cumplido todavía:
Y derramaré sobre la casa de David [los dirigentes de la iglesia], y sobre los moradores de Jerusalem [la iglesia], espíritu de gracia y de oración; y mirarán a mí, a quien traspasaron, y harán llanto sobre él, como llanto sobre unigénito, afligiéndose sobre él como quien se aflige sobre primogénito. En aquel día habrá gran llanto en Jerusalem... En aquel tiempo habrá manantial abierto para la casa de David y para los moradores de Jerusalem, para el pecado y la inmundicia. (Zac. 21:10; 13:1).
Esa profecía hallará un cumplimiento parcial en la experiencia de aquellos que crucificaron materialmente a Cristo en su primera venida, al ocurrir la resurrección especial de estos (El Deseado de todas las gentes, p. 533). Sin embargo, la limpieza del "pecado e inmundicia" que tiene lugar al contemplar con espíritu contrito a Cristo crucificado, no puede ser aplicada a los tales. Por lo tanto, es de esperar que el Espíritu Santo sea "derramado" sobre los dirigentes de la iglesia y sobre la iglesia, sobre la base de una nueva visión de Cristo crucificado, en la revelación de nuestra propia participación en el crimen.
El "espíritu de gracia y de oración (súplica)" no puede ser otro que el Espíritu Santo, quien "conforme a la voluntad de Dios, demanda por los santos" (Rom. 8:27). En su obra de glorificar a Cristo (Juan 16:14), el Espíritu suscitará en los corazones un nuevo sentido de la unidad con Cristo. Será una simpatía por él, mayor que el amor de un padre por su hijo único. Eso hará posible una motivación totalmente nueva, que permitirá acabar la obra: no un interés en que nosotros vayamos al cielo, sino un interés por la vindicación de Cristo, a fin de que él reciba su recompensa.
¿Es esa culpabilidad por haber "traspasado" a Cristo, algo de lo que "la casa de David" o "los moradores de Jerusalem" hayan sido conscientes? Evidentemente no. Solamente en virtud del "derramamiento" del Espíritu puede ser expuesta a la luz. Cuando el Señor dice "mirarán a mí, a quien traspasaron", está claro que ni su conocimiento, ni su participación en ese pecado han sido anteriormente evidentes para ellos.
Si leemos Testimonios para los ministros, en las páginas 91 a 96, reconoceremos que la exaltación de Cristo en el mensaje de 1888 podría haber cumplido la profecía de Zacarías, si el mensaje hubiese sido aceptado por "la casa de David". Es cierto que en nuestros días esa verdad no es todavía claramente comprendida por nuestro cuerpo ministerial ni por nuestro pueblo. La profecía de Zacarías pertenece todavía al futuro, y también la "purificación" final, en relación con el "derramamiento" del Espíritu. Cuando éste venga, no se encargará solamente del "pecado", sino también de la "inmundicia".
Antes de considerar la naturaleza inconsciente del problema de raíz que aflige a Laodicea, antes de considerar cómo la enemistad contra Dios ha sido y sigue siendo la barrera que impide el derramamiento del Espíritu Santo, vayamos una vez más a nuestras Biblias para considerar atentamente la realidad del problema del pecado no reconocido.