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Cómo glorificar al Padre eterno

Publicado May 31, 2012 por Alonzo T. Jones En El Padre y el Hijo
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La primera parte de la oración de Jesús en nuestro favor, según Juan 17:4, es: “Yo te he glorificado en la tierra”. En el tema precedente tratamos el propósito de Dios con respecto al ser humano - su propósito eterno-, que queda plenamente consumado en Jesucristo, en carne humana. El propósito de la existencia del hombre es la gloria de Dios, y eso se ha demostrado ante el universo en Jesucristo, puesto que ese fue el eterno propósito de Dios en Cristo, obrado en Cristo para cada uno desde la caída del hombre en el pecado. Cristo dijo: “Yo te he glorificado en la tierra”. Eso muestra que el propósito en la creación del hombre es que glorifique a Dios. Lo que hoy vamos a estudiar es cómo hemos de glorificar a Dios, cómo resulta Dios glorificado en el hombre, y en qué consiste glorificar a Dios.

Cuando estudiamos a Cristo, si vemos lo que él hizo y lo que Dios hizo en él, sabremos en qué consiste glorificar a Dios. En él encontramos el propósito de nuestra creación, de nuestra existencia, y más aún: cuál es el propósito de la creación y existencia de toda criatura inteligente en el universo.

Hemos visto en temas precedentes que sólo Dios fue manifestado en Cristo, cuando estuvo en el mundo. No fue el propio Cristo quien fue manifestado, sino que él se anonadó, vaciándose de sí mismo y viniendo a hacerse nosotros en lo concerniente a su humanidad. En él se manifestó Dios, y solamente Dios. ¿Qué es, pues, glorificar a Dios? Es estar en la situación en la que Dios -y solamente Dios - se manifieste en la persona. Y ese es el propósito de la creación y existencia de cada uno de los ángeles y de los seres humanos.

A fin de glorificar a Dios es necesario estar en la condición según la cual nadie, excepto Dios, sea manifestado, y así sucedió con Jesucristo. En consecuencia dijo:

Las palabras que yo os hablo, no las hablo por mi propia cuenta (Juan 14:10).

He descendido del cielo, no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me envió (Juan 6:38).

El Padre, que vive en mí, él hace las obras (Juan 14:10); No puedo yo hacer nada por mí mismo (Juan 5:30).

Nadie puede venir a mí, si el Padre, que me envió, no lo atrae (Juan 6:44).

El que me ha visto a mí ha visto al Padre; ¿cómo, pues, dices tú: Muéstranos al Padre ? (Juan 14:9).

El que habla por su propia cuenta, su propia gloria busca; pero el que busca la gloria del que lo envió, este es verdadero y no hay en él injusticia (Juan 7:18)

En consonancia con eso, afirmó: “Las palabras que yo os hablo, no las hablo por mi propia cuenta”.

Según acabamos de leer, el que habla por sí mismo busca su propia gloria. Pero Cristo no procuró su propia gloria, sino la del que le envió, y por eso afirmó: “Las palabras que yo os hablo, no las hablo por mi propia cuenta”. Al hacer así estaba procurando la gloria del que le envió, y “sabemos que él es verdadero y no hay en él injusticia” (Juan 7:18). Hasta tal punto se vació de sí mismo, evitando toda manifestación de él en cualquier circunstancia, que la única influencia que ejerció fue la del Padre. Fue tan literalmente cierto, que nadie podía venir a él a menos que el Padre lo atrajera. Eso muestra cuán completamente se mantuvo anonadado, vacío de sí mismo. Tanto, que nadie podía acudir a él, nadie podía sentir atracción o influencia alguna de él - a menos que fuera el Padre quien lo atrajera. La manifestación del Padre era lo único que podía llevar la persona a Cristo.

Eso ilustra el gran asunto que estamos estudiando: en qué consiste glorificar a Dios. Consiste en estar hasta tal punto vacío del yo como para que sólo Dios se manifieste, y en no ejercer influencia alguna que no sea la de Dios; consiste en vaciarse de tal modo, que toda palabra, todo cuanto se manifieste, venga únicamente de Dios y hable sólo del Padre.

“Yo te he glorificado en la tierra”. Cristo estuvo en la tierra en nuestra carne humana pecaminosa; y cuando se vació de sí mismo y se anonadó, el Padre estuvo y se manifestó en él de tal forma que todas las obras de la carne resultaron negadas; y la envolvente gloria de Dios, su carácter, su bondad, se manifestaron en lugar de cualquier rasgo humano.

Llegamos a la misma conclusión que en un tema precedente: que Dios manifestado en la carne, en carne pecaminosa, es el misterio de Dios. No es Dios manifestado en carne impecable, sino en carne pecaminosa. Eso significa que Dios morará hoy de tal modo en nuestra carne pecaminosa, que aunque se trate de carne de pecado, su pecaminosidad no va a sentirse o notarse, ni ejercerá influencia alguna sobre los demás. Significa que Dios va a morar aún en carne pecaminosa, de forma que a pesar de la pecaminosidad de esa carne, se manifestará la influencia, gloria, justicia, y carácter de Dios allí donde vaya esa persona.

Tal fue precisamente el caso con Jesús en la carne. Y Dios nos ha demostrado así a todos nosotros cómo debemos glorificarle. Ha demostrado al universo de qué forma hay que darle gloria: Dios, y Dios solamente ha de manifestarse en toda inteligencia en el universo. Tal fue el propósito divino desde el principio, su propósito eterno en Jesucristo Señor nuestro.

Podemos ahora leerlo, aunque más adelante nos referiremos a ello de nuevo. Leeremos un texto que lo dice todo en pocas palabras: Efesios 1:9 y 10: "Él nos dio a conocer el misterio de su voluntad, según su beneplácito, el cual se había propuesto en sí mismo. ...¿Cuál es esa voluntad que se propuso en sí mismo? Siendo él el Dios eterno, habiendo dispuesto en sí mismo ese propósito, se trata de lo mismo que está expresado en otro lugar como su propósito eterno. ¿Cuál es el propósito eterno de Dios, que se propuso en Jesucristo el Señor? “...reunir todas las cosas en Cristo, en el cumplimiento de los tiempos establecidos, así las que están en los cielos como las que están en la tierra”.

Prestad atención a lo anterior y observad cómo hace Dios para “reunir todas las cosas en Cristo”. ¿A quién se refiere la expresión “en sí mismo”? - A Dios. ¿Quién estaba en Cristo? “Dios estaba en Cristo” (2 Cor. 5:19). Sólo Dios se manifestó en Cristo. Dios moraba en él. Dios se propuso “reunir todas las cosas en Cristo. ...así las que están en los cielos como las que están en la tierra”. Por consiguiente, su propósito en el cumplimiento de los tiempos establecidos es reunir en él mismo todas las cosas en Cristo. Todas las cosas que están en los cielos y en la tierra resultan reunidas en Dios, mediante Cristo -y en Cristo-, de forma que solamente Dios sea manifestado en todo el universo; así, al darse el cumplimiento de los tiempos establecidos y al consumarse el propósito eterno de Dios ante la vista del universo, se mire a donde se mire y se mire a quien se mire, se verá reflejada la imagen de Dios. Él será “todo en todos”. (1 Cor. 15:28). Eso es lo que vemos en Jesucristo. 2 Cor. 4:6:

Porque Dios, que mandó que de las tinieblas resplandeciera la luz, es el que resplandeció en nuestros corazones, para iluminación del "conocimiento de la gloria de Dios en la faz de Jesucristo".

Miramos a la faz de Jesucristo. ¿Qué es lo que vemos? Vemos a Dios, vemos al Padre. No es a Cristo, a quien vemos “reflejado en la faz de Jesucristo”. Él Se vació de sí mismo a fin de que Dios resultara reflejado, brillando allí para el bien de los seres humanos, quienes en su carne humana jamás habrían podido resistir su presencia. La carne humana que Jesucristo tomó, a modo de velo, modificó los brillantes rayos de la gloria de Dios permitiendo que pudiéramos mirarla y vivir. No podemos mirar al rostro descubierto de Dios más de lo que podían los hijos de Israel mirar al rostro glorioso de Moisés. Por lo tanto, Jesús toma en sí mismo la carne humana y vela la resplandeciente y consumidora gloria del Padre, de forma que nosotros, mirando a su rostro, podamos ver reflejado a Dios, y podamos verlo y amarlo tal cual es, recibiendo así la vida que hay en él.

2 Cor. 3:18 expresa ese pensamiento. Por ahora me limitaré a citarlo. Antes de terminar el estudio volveremos a él. “Nosotros todos, mirando con el rostro descubierto y reflejando como en un espejo la gloria del Señor. ...” ¿Dónde vemos la gloria del Señor? - En el rostro de Jesucristo. Pero leemos que lo vemos como a través de un espejo. ¿Cuál es la función de un espejo? El espejo no es en sí mismo una fuente de luz: lo que hace es reflejar la luz que brilla sobre él. “Nosotros todos, con rostro descubierto, contemplamos en el rostro de Jesucristo, como si de un espejo se tratara, la gloria del Señor”; por lo tanto, es mediante Cristo como el Padre se refleja en todo el universo.

Sólo él podía reflejar en su plenitud al Padre, puesto que “sus salidas son desde el principio, desde los días del siglo”, (Miq. 5:2), y como leemos en Proverbios 8:30, “con él estaba yo ordenándolo todo”. Era uno con Dios, igual a Dios, y su naturaleza es la naturaleza de Dios. Por lo tanto, una de las grandes razones por las que sólo él podía venir al mundo a salvar al hombre, es porque el Padre se quería manifestar a sí mismo plenamente a los hijos de los hombres; y nadie en el universo podía manifestar la plenitud del Padre excepto su Hijo unigénito, quien es la expresa imagen del Padre. Ningún ser creado posee la condición necesaria para poder realizar algo así. Sólo Aquel cuyas salidas son desde los días de la eternidad puede; por consiguiente, vino, y Dios moró en él. ¿En qué medida? En Cristo resulta “reflejada corporalmente toda la plenitud de la divinidad” (Col. 2:9). Y no lo es solamente para el bien del hombre en la tierra, sino para que en el cumplimiento de los tiempos establecidos pueda reunir en Cristo todas las cosas de los cielos y de la tierra. En Cristo, Dios se manifiesta a los ángeles y se refleja a los hombres en el mundo, de la única forma en que pueden verlo.

Así, es mucho lo que tenemos en cuanto al significado de glorificar a Dios, y en cuanto a cómo tiene lugar. Implica vaciarse de tal forma de uno mismo, que sólo Dios se manifieste en su justicia o carácter-, que constituye su gloria. En Cristo queda revelado el propósito del Padre concerniente a nosotros. Todo cuanto sucedió con Cristo tenía por objeto dar a conocer lo que sucederá en nosotros, puesto que él era nosotros. Por lo tanto, debiéramos mantener siempre ante nosotros el gran pensamiento de que hemos de glorificar a Dios en la tierra.

En él, y por medio de él, encontramos esa mente divina que en Cristo vació su justo yo. Mediante esa mente divina resultamos vaciados de nuestra injusticia a fin de que Dios pueda ser glorificado en nosotros haciendo cierto en cada uno: “yo te he glorificado en la tierra”. (Juan 17:4). Leamos ahora esos dos versículos de Corintios en relación con nosotros. Los leímos con anterioridad en relación con él:

Porque Dios, que mandó que de las tinieblas resplandeciera la luz, es el que resplandeció en nuestros corazones, para iluminación del conocimiento de la gloria de Dios en la faz de Jesucristo (2 Cor. 4:6).

Miremos ahora hacia nosotros. ¿Qué ha hecho Dios en primer lugar? - Brillar en nuestros corazones. ¿Con qué propósito? El de dar la luz del “conocimiento de la gloria de Dios en la faz de Jesucristo”. ¿Podéis ver la manera en que Dios, a partir de la faz de Cristo, manifiesta su gloria, la cual, reflejada en nosotros, brilla también en otros? Es así como vosotros sois la luz del mundo (Mat. 5:14). Lo somos debido a que la luz de la gloria de Dios, brillando a partir de Jesús en nuestros corazones, resulta reflejada resplandece - hacia otros, de forma que quienes nos rodean, “viendo nuestras buenas obras, glorifiquen a Dios en el día de la visitación”. (1 Ped. 2:12), para que “glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos”. (Mat. 5:16).

Estudiad el proceso. El Padre mora en luz inaccesible para cualquier ser humano. Nadie lo vio jamás, ni puede verlo. Mora en una gloria tal, en un fulgor de tal santidad consumidora, que ningún ser humano puede mirarlo y seguir vivo. Pero el Padre quiere que lo miremos y vivamos; por lo tanto, el Unigénito del Padre se ofreció voluntariamente como un don, viniendo a ser nosotros en carne humana, de forma que en él el Padre pudiera velar su gloria consumidora y los rayos de su esplendor, y permitiendo que pudiéramos mirar y vivir. Cuando miramos allí y vivimos, brilla en nuestros corazones esa gloria resplandeciente desde la faz de Jesucristo, siendo reflejada al mundo.

Leamos una vez más el último versículo del capítulo tercero: “Por lo tanto, nosotros todos, mirando con el rostro descubierto y reflejando como en un espejo la gloria del Señor, somos transformados de gloria en gloria en su misma imagen...” ¿La imagen de quién? La de Jesucristo. Somos transformados de gloria en gloria en su misma imagen, por la acción del Espíritu del Señor. Jesucristo reflejaba la imagen de Dios; nosotros, transformados a su misma imagen, reflejaremos la imagen de Dios.

Así dice la traducción de ese texto en la Biblia en alemán: “Pero ahora resulta reflejada en nosotros toda la gloria del Señor”. Ambas ideas son correctas. Vemos la gloria en la faz de Cristo, y somos transformados “en la misma imagen de gloria en gloria”, siendo reflejada igualmente en nosotros la gloria del Señor.

Ahora leeré el resto del versículo en la versión alemana de la Biblia: “Pero ahora resulta reflejada en nosotros toda la gloria del Señor a rostro descubierto; y somos glorificados en la misma imagen de gloria en gloria, como por el Señor, quien es Espíritu”. El Señor es el Espíritu, tal como afirma el versículo precedente.

Podéis ver que todo consiste en que Dios sea glorificado en nosotros; que seamos glorificados por esa gloria, y que pueda ser reflejada a todo ser humano por doquier, a fin de que creyendo, pueda glorificar a su vez a Dios. Observad ahora nuevamente Juan 17:22, que vuelve a referirse a lo mismo. Leeré los versículos 4 y 5:

Yo te he glorificado en la tierra; he acabado la obra que me diste que hiciera. Ahora pues, Padre, glorifícame tú al lado tuyo, con aquella gloria que tuve contigo antes que el mundo existiera

Y a continuación el 22: “Yo les he dado la gloria que me diste, para que sean uno, así como nosotros somos uno”. Nos la ha dado. Es nuestra posesión. Pertenece a todo aquel que cree en Jesús. Cuando nos entregamos a él, nos proporciona esa mente divina que nos vacía de nosotros mismos, de forma que es Dios en Cristo - quien brilla en nuestros corazones: resulta reflejada su propia gloria, su propia imagen divina. Y eso se ha de cumplir con una perfección tal, que cuando regrese se verá a sí mismo en cada uno de los creyentes. Se sentará para afinar y limpiar la plata (Mal. 3:3).

Recurramos a los fenómenos naturales, a fin de comprenderlo mejor. El sol brilla en el firmamento. Nos gustaría poder mirar al sol, y verlo tal como es. Pero si lo miramos directamente, aunque sea por un instante, cegará nuestra vista de tal forma que nos tomará tiempo recuperar la visión normal. No podemos, pues, mirar al sol y ver sin más las glorias que contiene. El sol posee gloria y belleza que alumbra los cielos. Si tomáis un prisma de cristal, con sus tres caras y aristas, y lo sometéis a la luz solar, sus rayos, atravesándolo, se reflejarán en la pared o el objeto que sea, de forma que podréis apreciarlos. En ese reflejo estaréis viendo al sol tal como es. ¿Cómo llamamos al espectro de color resultante? Arco iris. ¿Conocéis algo más bello que el arco iris? No cabe imaginar una combinación más sublime que el fundido de colores en que se descompone la luz blanca. Pero ese arco iris no es realmente otra cosa que el propio sol, con su gloria dispuesta de una forma en que podemos mirarla, apreciando su belleza. El sol posee en él mismo toda su gloria, pero no podemos apreciarla allí. No está a nuestro alcance mirarlo y verla. Su brillo excede en mucho las capacidades de nuestro órgano visual. Pero el prisma capta esa gloria y la traduce en rayos que sí podemos apreciar, lo que nos permite ver el sol como no podríamos hacer de otra manera. Pero observad: al contemplar el arco iris, no estamos viendo el prisma, sino el sol. Vemos la gloria que hay en él, la que esparce en brillantes rayos por el cielo. Mirándolo directamente no podemos verlo tal cual es, pero mirando a sus reflejos vemos la gloria del sol de forma que deleita nuestra vista.

Pues bien, Dios resplandece infinitamente más que el sol. Si el sol nos deslumbra, aún en una mirada fugaz, ¿qué no haría la inmensa gloria del Señor con nuestros ojos mortales y pecaminosos? Ciertamente nos consumiría. Por lo tanto, no podemos verlo tal cual es, en la plenitud de su gloria no velada; nuestra naturaleza es incapaz de resistir esa visión. Pero él quiere que veamos su gloria. Es su deseo que la vea todo el universo; por lo tanto, Jesucristo se coloca entre el Padre y nosotros, y el Padre hace que se manifiesta en él toda su gloria; y al brillar desde su rostro, su gloria resulta reflejada de tal forma que podemos mirarla, y es tal su belleza que nos deleitamos en ella. Somos así capacitados para ver a Dios tal cual es. En Jesucristo no vemos nada que no esté en Dios en el pleno resplandor de su gloria descubierta.

El sol brilla día tras día en los cielos, dando a conocer sus glorias a los hijos de los hombres. Todo cuanto el sol necesita para mostrar ante nosotros su gloria en su singular belleza, es un prisma - un medio en el que el brillo de su gloria sufra una transformación llamada refracción, y una superficie en donde se puedan reflejar los rayos resultantes de la refracción producida por ese prisma. Si disponéis del prisma y de la superficie adecuada, podréis ver el arco iris en el sol de cada día.

Podéis tener igualmente la manifestación de la gloria de Dios cada día del año, siempre que mantengáis a Jesucristo ante vuestra vista, a modo de bendito prisma que refracta los brillantes rayos de la gloria de Dios, y a vuestro yo presentado ante Dios de la forma en que él desea, a fin de que resulten reflejados esos rayos. Al suceder así, no solamente vosotros, sino también otros, verán constantemente la gloria de Dios. Todo cuanto necesita Dios a fin de que el hombre pueda ver y conocer su gloria, es un prisma a través del cual brille. En Jesucristo eso queda plenamente garantizado. Necesita también algún material en donde puedan caer y ser reflejados esos rayos que atravesaron el prisma, a fin de hacerlos visibles para las personas. ¿Os prestaréis para que brillen sobre vosotros esos rayos de la gloria de Dios, tal como resplandecen a través del bendito prisma que es Jesucristo? Permitid que esos rayos de la gloria de Dios caigan sobre vosotros a fin de que los hombres, mirándoos, puedan ver reflejada la gloria de Dios. Eso es lo que se requiere de nosotros.

Otro pensamiento: Tomad el prisma y mantenedlo frente al sol, de forma que los rayos refractados caigan sobre una pared de la casa. Contemplad entonces el bello reflejo del arco iris resultante. Pues bien, esa pared no es más que barro, yeso, piedra, etc. ¿Puede el barro manifestar la gloria del sol? ¿Es posible que el sol resulte glorificado en ese barro? - ¡Ciertamente! ¿Puede el barro reflejar los brillantes rayos del sol, haciendo que se manifiesten en su belleza? ¿Cómo puede el barro lograr eso? No porque haya en él virtud alguna: ¡la virtud está en la propia gloria! Podéis sostener el prisma ante el sol, permitiendo que los rayos sean reflejados en tierra. Esa tierra manifestará entonces la gloria del sol, no porque posea en ella misma gloria alguna, sino en virtud de la gloria del sol.

¿No podemos, pues, ver que carne pecaminosa como la nuestra, indignos polvo y ceniza que somos, podemos manifestar la gloria del Señor recibida a través de Jesucristo la gloria del Señor brillando de la faz de Jesucristo? Es bien cierto que somos polvo; podemos ser los últimos de la tierra, y tan pecadores como cualquier ser humano; pero poneos simplemente allí y dejad que brille en vosotros esa gloria, tal como Dios ha dispuesto que suceda, y entonces glorificaréis a Dios. ¿Cuántas veces no se ha formulado la desesperanzada pregunta: ¿Cómo es posible que alguien como yo glorifique a Dios? Querido hermano y hermana: no está en ti, sino en la gloria. No es en ti donde se encuentra la virtud que la hace brillar, como tampoco es el barro quien hace brillar el arco iris. Nuestra asignación consiste en proveer el lugar en que se haga visible esa gloria, brillando en bellos rayos reflejados de la gloria de Dios. La virtud no está en nosotros, sino en la gloria. Es así como glorificamos a Dios.

El que Dios sea glorificado en Cristo demanda la negación del yo. La mente de Cristo efectúa eso, y Dios resulta glorificado. Aunque hayamos sido pecaminosos toda nuestra vida, y aunque la nuestra sea carne de pecado, Dios resulta glorificado, no por mérito alguno que haya en nosotros, sino por el mérito que hay en la gloria. Y ese es el propósito por el cual Dios creó a todo ser en el universo: para que toda criatura sea un medio de reflejar, y dé a conocer el resplandor de la gloria del carácter de Dios tal como es revelada en Jesucristo.

En cierta ocasión hubo uno que resplandecía tan brillantemente con la gloria del Señor, que comenzó a atribuirse a sí mismo el mérito, y se propuso brillar por y para sí mismo, glorificándose de esa forma a sí mismo y reflejando su propia luz. Pero desde entonces no ha vuelto jamás a brillar con auténtica luz. Todo han sido tinieblas. De hecho, ese fue el origen de las tinieblas en el universo. Y el resultado ha sido, desde el principio hasta el final, simplemente el fruto de aquel esfuerzo por manifestar el yo, por glorificarse a sí mismo. El final de todo eso es perecer y terminar en la nada.

Glorificar el yo significa terminar en la nada, dejar de existir. Glorificar a Dios significa permanecer por la eternidad. El propósito por el que creó a los seres humanos es para que lo glorifiquen. Aquel que así lo hace, seguirá existiendo por toda la eternidad. Dios quiere seres como esos en el universo. A todo ser humano se presenta el dilema: Ser, o no ser; esa es la cuestión. ¿Será nuestra opción la de existir y glorificar a Dios por la eternidad? ¿O bien elegiremos glorificar al yo por un breve tiempo, y desaparecer después en las tinieblas eternas? A la vista de lo que Dios ha hecho, no habría de ser difícil elegir lo correcto, ¿no os parece? ¿No será nuestra elección, hoy y por siempre, seguir solamente el camino de Dios, eligiendo glorificarlo a él, y sólo a él?

Consideremos más sobre lo que esto implica. Leemos en Juan 12:23:

Jesús les respondió diciendo: - Ha llegado la hora para que el Hijo del hombre sea glorificado

Versículo 27:

Ahora está turbada mi alma, ¿y qué diré? ¿Padre, sálvame de esta hora? Pero para esto he llegado a esta hora.

¿Qué dijo a continuación? "Padre, glorifica tu nombre". Se encontraba a la sombra del Getsemaní. Sabía que había llegado la hora, y no ignoraba lo que eso implicaba. Un gran pesar oprimía y torturaba su alma divina: "¿Qué diré?" "¿Padre, sálvame de esta hora?" ¡Había venido precisamente para esa hora!, por lo tanto, lo único que debía decir al llegar esa hora para la que había venido, es: “Padre, glorifica tu nombre”. Vino a continuación su agonía en Getsemaní, la cruz, y la muerte. Pero en esa entrega demostrada por la expresión: “Padre, glorifica tu nombre”, estaba el paso decisivo que le dio la victoria en Getsemaní, en la cruz, y también sobre la muerte.

Allí estuvo su victoria, y vosotros y yo nos vamos a encontrar en ese lugar en más de una ocasión. De hecho ya hemos estado allí, cada vez que se ha requerido de nosotros que tomemos esa decisión. Es una experiencia por la que hemos de pasar, y al venir de la forma en que vendrá, y visto desde nuestra óptica, nos sentiremos tentados a exclamar: ¡Oh!, ¿tengo que soportar todo eso?, ¿no es más de lo que Dios requiere del ser humano? Ahora está turbada mi alma, ¿y qué diré? ¿Padre, sálvame de esta hora? ¿Quién os ha conducido a esa hora? ¿Quién os ha enfrentado cara a cara con la dificultad? ¿Cómo llegasteis hasta allí? El Padre nos conduce; él nos llevó a ese lugar. Por lo tanto, cuando bajo su mano llegamos al punto en el que parece que soportar eso haya de significar algo así como arrancarle a uno el alma, ¿qué diré? ¿Padre, sálvame de esta hora, siendo que he llegado a esta hora por su voluntad? Él me ha conducido aquí con un propósito.

No puedo saber cuál es la experiencia que me tiene reservada, más allá de lo dicho. Puedo no saber cuál es el divino propósito en esa prueba, pero una cosa sé: he elegido glorificar a Dios. He decidido que en mí sea glorificado Dios, y no yo mismo; que voy a seguir su camino y no el mío. Así pues, no podemos decir: Padre, sálvame de esta hora . Lo único que podemos hacer es inclinarnos en sumisión; lo único que podemos decir es: "Padre, glorifica tu nombre" . Es posible que inmediatamente después tenga lugar el Getsemaní y también la cruz; pero hay victoria en ese Getsemaní, hay victoria en la cruz, y en todo cuanto pueda venir.

Es ciertamente así, pues Dios no nos deja sin su palabra. Leed ahora conmigo:

¿Qué diré? ¿Padre, sálvame de esta hora? Pero para esto he llegado a esta hora. Padre, glorifica tu nombre. Entonces vino una voz del cielo: Lo he glorificado, y lo glorificaré otra vez

Esa palabra está ahí para vosotros y para mí en cada prueba, puesto que “Yo les he dado la gloria que me diste”. (Juan 17:22). Nos pertenece. Él va a ver cómo se refleja en - y a través - de nosotros, a fin de que los hombres sepan que Dios se manifiesta aún en la carne. ¿Cuál va a ser, pues, nuestra elección? Tomadla de una vez y para siempre. Se trata de ser, o de no ser. ¿Cuál elegiréis? ¿Ser - existir? Eso significa glorificar a Dios. El único propósito de la existencia en el universo es glorificar a Dios. Por lo tanto, la elección de existir es la elección de glorificar a Dios, y esa elección es la de vaciarse y deshacerse del yo, de forma que sólo Dios aparezca y se manifieste. Así, cuando todo queda cumplido, el capítulo 15 de 1ª de Corintios presenta la gran consumación (vers. 24-28):

Luego el fin, cuando entregue el Reino al Dios y Padre, cuando haya suprimido todo dominio, toda autoridad y todo poder. Preciso es que él reine hasta que haya puesto a todos sus enemigos debajo de sus pies. Y el postrer enemigo que será destruido es la muerte, porque todas las cosas las sujetó debajo de sus pies. Y cuando dice que todas las cosas han sido sujetadas a él, claramente se exceptúa aquel que sujetó a él todas las cosas. Pero, luego que todas las cosas le estén sujetas, entonces también el Hijo mismo se sujetará al que le sujetó a él todas las cosas, para que Dios sea todo en todos.

Dios lo será todo en vosotros, lo será en mí; será “todo en todos” mediante Jesucristo. Vemos ahí la consumación del plan. Consiste en que todo el universo, con todo lo que contiene, refleje a Dios.

Tal es el privilegio que Dios ha concedido a todo ser humano y criatura en el universo. Lucifer y multitudes que lo siguieron, rehusaron ese privilegio. Los hombres lo rehusaron. ¿Qué vamos a hacer vosotros y yo? ¿Aceptaremos el privilegio?

Veamos si podemos hacernos una idea de su magnitud. ¿Cuál fue el precio requerido para otorgarnos ese privilegio? ¿A qué costo se logró? El precio infinito del Hijo de Dios.

Pregunto ahora: ¿Fue ese don solamente por treinta y tres años y medio? Dicho de otra manera: Habiendo habitado en la eternidad desde antes de venir a este mundo, ¿vino Jesús a este mundo de la forma en que lo hizo solamente por treinta y tres años, regresando después de la forma en que existía con anterioridad para continuar así durante toda la eternidad? ¿Se trató de un sacrificio limitado a treinta y tres años, o se trató de un sacrificio eterno? Cuando Jesucristo dejó el cielo, se vació de sí mismo y se sumergió en nosotros. ¿Por cuánto tiempo fue? Esa es la cuestión importante. Y la respuesta es que lo hizo por la eternidad. El Padre nos dio a su Hijo, y Cristo se nos dio a nosotros por la eternidad. Nunca jamás volverá a ser en todos los respectos como fue antes. Se dio a sí mismo a nosotros.

No voy a intentar definir ese concepto. Me limitaré a leer un párrafo del Espíritu de Profecía al respecto, a fin de que podáis saber que es así, y que estamos sobre terreno firme. Tomadlo como la bendita verdad que es, y dejad a Dios y a la eternidad las explicaciones. Esta es la palabra:

Porque de tal manera amó Dios al mundo que dio a su Hijo unigénito. Lo dio, no sólo para que viviese entre los hombres, llevase los pecados de ellos y muriese para expiarlos, sino que lo dio a la raza caída. Cristo debía identificarse con los intereses y las necesidades de la humanidad. El que era uno con Dios se vinculó con los hijos de los hombres mediante lazos que jamás serán quebrantados (El Camino a Cristo, p. 14).

¿Dónde se vinculó con nosotros? En nuestra carne, en nuestra naturaleza. ¿En qué medida se vinculó con nosotros? Mediante lazos que jamás serán quebrantados. ¡Agradezcamos por ello al Señor! Sumergió la naturaleza de Dios que poseía desde antes que existiera el mundo, y tomó nuestra naturaleza para llevarla ya por siempre jamás. Tal es el sacrificio que gana el corazón de los seres humanos. Si su sacrificio hubiera consistido, tal como muchos pretenden, en un hecho confinado al período de treinta y tres años, para morir entonces sobre la cruz y regresar a la eternidad en todo respecto tal como era antes, se podría argüir que en vista de la eternidad precedente y de la subsiguiente, algo que dure treinta y tres años no es al fin y al cabo ningún sacrificio infinito. Pero cuando consideramos que sumergió su naturaleza en nuestra naturaleza humana por toda la eternidad, ahí tenemos un auténtico sacrificio. Así es el amor de Dios, y ningún corazón podrá ponerle objeciones. Nada cabe argumentar en su contra. Sea que el corazón lo acepte o no, sea que lo crea o no el ser humano, el hecho encierra un poder que subyuga, y demanda del corazón el silencio reverente que caracteriza lo sublime.

Tal es la naturaleza de su sacrificio. Sigo leyendo:

El que era uno con Dios se vinculó con los hijos de los hombres mediante lazos que jamás serán quebrantados. Jesús no se avergüenza de llamarlos hermanos (Heb. 2:11). Es nuestro sacrificio, nuestro Abogado, nuestro Hermano, que lleva nuestra forma humana delante del trono del Padre, y por las edades eternas será uno con la raza a la cual redimió: es el Hijo del hombre (Ibíd.)

Ese fue el costo: el sacrificio eterno de Aquel que era uno con Dios. Tal fue el costo de otorgar al ser humano el privilegio de glorificar a Dios.

Otra pregunta en este punto: ¿Era ese privilegio digno del sacrificio requerido?, ¿o bien se pagó el precio a fin de crear el privilegio? Consideradlo con atención. ¿Cuál es el privilegio? Hemos visto que lo que se puso al alcance de toda persona es la capacidad de glorificar a Dios. ¿Qué se requirió para obtener ese privilegio? El sacrificio infinito del Hijo de Dios. ¿Hizo el sacrificio para crear el privilegio, o bien existía ya el privilegio y era digno del sacrificio?

Sé que es una reflexión nueva para muchos de vosotros, pero no la temáis. Es una sana reflexión. Prestadle atención y consideradla. Lo repetiré una vez más, pues vale sobradamente la pena. Desde que descubrí el bendito hecho de que el sacrificio del Hijo de Dios es un sacrificio eterno, y de que todo fue por mí, tengo siempre en mi mente la necesidad de caminar ante el Señor humildemente, en actitud de profunda e incesante reverencia.

Repito la pregunta: ¿Creó por primera vez el privilegio al realizar el sacrificio, o bien había existido ya previamente dicho privilegio, lo perdimos, y fue digno del sacrificio que hizo para poder restaurarlo en nuestro favor?

¿Quién es capaz de cuantificar la magnitud del privilegio que Dios nos otorga en la bendición de poder glorificarlo? No hay mente capaz de abarcarlo. Se trata de un privilegio que sólo cabe medir a la luz del sacrificio sublime y eterno que lo hizo posible. Como bien exclamó David, asombrado ante esas maravillas: "Tal conocimiento es demasiado maravilloso para mí; ¡alto es, no lo puedo comprender!" (Sal. 139:6), y"En la multitud de mis pensamientos íntimos, tus consolaciones alegraban mi alma" (Sal. 94:19).

Indiscutiblemente, grande es el misterio de la piedad: Dios fue manifestado en carne (1 Tim. 3:16). El Hijo del hombre fue recibido en gloria, y eso significa nosotros. En ello nos trajo el privilegio infinito de glorificar a Dios.

El privilegio es digno del precio infinito que pagó para obtenerlo. Jamás habríamos podido comprender la magnitud de ese privilegio, pero Dios lo consideró; Jesucristo consideró el privilegio de darle gloria. Y viéndolo, y considerando la situación en la que nos encontrábamos, dijo: Es digno del precio, y añadió: Yo pagaré ese precio. Y Dios amó al mundo de tal manera, que dio a su Hijo unigénito, y con ello obtuvo en nuestro favor el privilegio de que podamos glorificar a Dios.