Un solo corazón
Publicado Ene 11, 2014 por Alonzo T. Jones En El Padre y el Hijo
General Conference Daily Bulletin, 1893 - El mensaje del tercer ángel, nº 8
A.T. Jones
[“Se me ha dado instrucción para que emplee esos discursos suyos impresos en los Boletines de la Asociación General de 1893 y 1897, que contienen poderosos argumentos en relación con la validez de los Testimonios, y que sustentan el don de la profecía entre nosotros. Se me mostró que esos artículos serían de ayuda para muchos, y especialmente para aquellos recién llegados a la fe que no han estado familiarizados con nuestra historia como pueblo. Será para usted una bendición el leer de nuevo esos argumentos a los que dio forma el Espíritu Santo” (E. White, Carta 230, 1908)]
Se nos han dado una vez tras otra las evidencias de que estamos en la presencia misma de los eventos que marcan el fin del mundo. Se han presentado repetidas evidencias a partir de la Biblia y de declaraciones directas del Señor, mediante el Testimonio, de que ahora es el tiempo en el que hemos de tener el único poder gracias al cual puede darse al mundo el mensaje a fin de salvar todo lo que haya de ser salvado de la ruina que acompañará a los eventos que se ciernen sobre nosotros. Hermanos, los peligros que nos amenazan a la vista del fin del mundo, persecuciones, y las cosas del exterior, son, y los son siempre, muy pequeños al compararlos con los peligros que acosan a cada persona en su experiencia individual.
[Voces en la audiencia: “Así es”]
El mayor peligro para esta congregación, y para nuestro pueblo en todo lugar, es el no ver las cosas que conciernen a cada uno individualmente, sino más bien las cosas que están fuera. Mirarán las cosas exteriores y sus evidencias, antes que mirar si sus propios corazones están en armonía con Dios. Mirarán a esas cosas como a una especie de teoría, más bien que poseer en su interior al Cristo viviente, a fin de que todas esas cosas puedan ser realidades vivientes interiores, y a fin de que podamos estar preparados para afrontarlas en el temor y salvación de Dios. Como ya he dicho, ese es el mayor peligro para esta congregación aquí presente, y más allá de esta congregación podemos hacerlo extensivo a cualquier profeso guardador del sábado en el mundo.
Llegamos ahora, en el estudio de este tema, a la consideración de aquello que nos afecta directamente a ustedes y a mí como individuos, aquello que ustedes y yo necesitamos hacer, y las cosas que necesitamos de Dios; prestarles atención y actuar en consecuencia, a la vista de la salvación de Dios implicada en esas cosas, para ustedes y para mí. Para mí, y hasta donde sé, esta lección y la próxima son las más terribles de todo cuanto he conocido hasta aquí. No las he escogido, y las temo. Pero hermanos, tal como el hermano Prescott presentó ante nosotros la noche pasada, es vano todo intento de minimizar alguna cosa; de nada sirve el que las falseemos; de nada sirve que las consideremos con ligereza; nada ganamos caminando en estos días con los ojos cerrados, y desconociendo cuál es nuestra situación. De nada sirve que la verdad de Dios nos abra expectativas, tal como hace en el hombre, y esperemos las cosas que han de suceder, siendo que problemas en nuestros propios corazones y vidas impiden que esas cosas nos hagan el más mínimo bien cuando lleguen. De nada sirve, ¿no les parece?
Insisto en que estas lecciones a las que he llegado, y que de ninguna forma podremos evitar, son para mí las más espantosas, en las realidades de aquello que denuncian, por la situación en la que nos colocan a mí y a cualquiera con quien haya tenido relación hasta ahora en mi enseñanza personal. Así, puedo afirmar nuevamente que las temo. Las temo por algunas de las consecuencias que podrán tener, al no ser recibidas como debieran –con mente y corazón sumisos a Dios, preguntándole sólo a él si esas cosas son así. Algunas cosas pueden no ser agradables de oír para algunos, como no lo son para mí de referir. ¡Se nos aplican de una forma tan personal! Pero hermanos, en el lugar y la situación en la que estamos, y en el temor de Dios, hemos de avanzar en ello.
Y dado que lo hemos de abordar, les pido, para comenzar, que no me consideren como a alguien separado de ustedes, como quien está por encima, como si les hablara desde un nivel superior, como excluyéndome a mí mismo de las cosas que puedan ser presentadas. Estoy con ustedes en todas estas cosas. Yo, de igual forma que ustedes, y tanto como ustedes, necesito estar dispuesto a recibir lo que Dios nos tiene que dar, como el que más en la tierra. Así pues, les ruego que no me separen de ustedes en esto. Y si ven faltas que han cometido, yo también veré faltas que cometí, y por favor, no me culpen si presento aquello que exponga faltas que hayan cometido; no me culpen como si los estuviera juzgando, o buscando faltas en ustedes. Presentaré simplemente los hechos, y ustedes que tienen parte en ellos sabrán cada uno por sí mismo que es un hecho; de igual forma en que al concernirme a mí sabré que es un hecho en lo que a mí respecta. Lo que procuro, hermanos, es buscar a Dios junto a ustedes, de todo corazón [Congregación: “Amén”] y despejar el camino de todo obstáculo, a fin de que Dios pueda darnos todo lo que tiene para nosotros.
No voy a avanzar muy deprisa, y no deben esperar que lo haga. Más bien iré tan despacio como sea posible, a fin de que consideremos todas estas cosas detenidamente. En estas lecciones presentaré aquello que está en mi mente. Estudiémoslas, pues, juntos.
Comenzaré en el punto en que nos detuvimos anoche. Se expuso ante nosotros el pensamiento de que ha llegado el tiempo en el que Dios ha prometido dar la lluvia temprana y la tardía. Ha llegado el tiempo en el que debemos pedirla y esperarla. Y podemos tener in mente la lección y el testimonio que sobre el mismo tema nos presentó la otra noche el hermano Prescott.
Leo ahora ese pasaje al que me refería anoche, si bien no tenía entonces el libro ante mí. Está en la página 9 de “El ministerio de Pedro y la conversión de Saulo”. Después de hablar sobre el derramamiento del Espíritu Santo y el día de Pentecostés, y de sus resultados en la conversión de almas, etc, dice:
“Este testimonio referente al establecimiento de la iglesia cristiana se nos da, no sólo como una parte importante de la historia sagrada, sino también como una lección. Todos los que profesan el nombre de Cristo deben estar esperando, velando y orando con un solo corazón. Debe ser desechada toda diferencia, y la unidad y el tierno amor de cada uno hacia el otro han de impregnar el todo. Entonces podrán ascender juntas nuestras oraciones a nuestro Padre celestial con poderosa y ferviente fe. Entonces podemos aguardar con paciencia y esperanza el cumplimiento de la promesa”.
¿Cuándo llega ese “Entonces”? –Cuando estamos esperando, velando y orando de un solo corazón, habiendo desterrado todas las diferencias, y cuando la unidad y el tierno amor de cada uno hacia el otro impregnan el todo.
Por lo tanto, hermanos, si hay alguna diferencia entre ustedes y cualquier habitante de esta tierra –sea que esté o no en este instituto–, ha llegado para mí y para ustedes el tiempo para que las apartemos del camino. Si no está aquí la persona, de forma que no pueden ir y hablarle, escríbanle y se lo hacen saber, le explican su posición y lo que están haciendo. No tienen mayor responsabilidad para con él, sea que lo reciba o que no lo haga. Han actuado en el temor de Dios en lo que él les dice a ustedes que hagan.
[Alguien pregunta en la audiencia: “¿Quiere decir personas del mundo?, ¿se refiere a cualquiera?”]
-Sí. En efecto, puesto que si hay pecados entre mí y personas de afuera, ellos lo saben, y esas diferencias impedirán que nos aproximemos a ellas cuando vayamos con el mensaje, aun si Dios nos diera el Espíritu Santo en el derramamiento de la lluvia tardía. Toda diferencia, toda enemistad, todo asunto de esa índole que exista entre mí y cualquiera sea en el mundo ¿no comprenden que me impedirá aproximarme a él con el mensaje?
Si hemos engañado a personas y no hemos sido sinceros en nuestro trato con ellas, si no hemos sido honestos en nuestras transacciones ante el mundo, por el bien de nuestras almas, hermanos, corrijámoslo. Y aquí en Battle Creek quizá haya quien tenga que resolver asuntos de ese tipo con personas de esta ciudad. Nuestras reuniones están teniendo lugar en esta ciudad para la gente de esta ciudad, y se nos dijo aquí en el instituto que hemos de esperar que cuando la bendición del Señor venga sobre esta reunión, habrá de ser llevada a la gente de esta ciudad, y habrán de participar con nosotros de esto. Por lo tanto, diría a los Adventistas del Séptimo Día en esta ciudad: Enderezen las sendas, allanen los caminos, por el bien de sus almas, y por el bien de las almas a quienes Dios quiere salvar en esta ciudad. Si han defraudado a alguien, vayan y confiésenlo, y reparen aquello en lo que defraudaron. Si en sus transacciones comerciales no han sido rectos, si han obtenido algo de forma fraudulenta, reparen el daño. Sean rectos ante Dios.
Nos llega la palabra:
“Debe ser desechada toda diferencia, y la unidad y el tierno amor de cada uno hacia el otro han de impregnar el todo”.
Eso es lo que los discípulos estaban haciendo cuando buscaron al Señor durante aquellos diez días. Pusieron a un lado toda diferencia. ¿No les parece que en esos diez días, los discípulos a quienes tanto había disgustado la petición de la madre de Santiago y Juan al efecto de que sus dos hijos pudieran sentarse a uno y otro lado del Salvador en el reino de los cielos; no creen que desecharon todo eso, lo confesaron, hablaron de ello unos con otros, de lo mezquino que fue?
El Salvador tomó aquel niñito y dijo: El que sea el mayor en el reino de los cielos vendrá a ser como este niñito, y vendrá a ser servidor de todos. Los discípulos estaban desechando todas esas cosas, esas diferencias y esas envidias, por temor a que el querer ser alguien mayor que otro en el reino de los cielos significara que no entrase ninguno de ellos. Y tenemos aquí la palabra de que todas esas cosas están entre nosotros: la ambición por el lugar, los celos por la posición y la envidia por la situación. Esas cosas están entre nosotros. Ha llegado ahora el tiempo de que las desechemos. Ha llegado ya el tiempo de que procuremos cuán bajo podemos descender a los pies de Cristo, y no cuán alto en la Asociación o en la estimación de los hombres, o en el Comité de la Asamblea, o en el Comité de la Asociación General. La cuestión no es esa en absoluto.
“Debe ser desechada toda diferencia, y la unidad y el tierno amor de cada uno hacia el otro han de impregnar el todo”.
Puesto que eso nos afecta particularmente a nosotros como hermanos y hermanas en la iglesia, a nosotros toca, si sabemos de alguna diferencia entre nosotros y cualquier otro en este mundo, el quitarla de en medio. Sin importar lo que cueste. No puede costarnos la vida si lo hacemos, pero nos costará la vida si dejamos de hacerlo: eso es seguro. Y una vez lo hemos hecho, “entonces podrán ascender juntas nuestras oraciones a nuestro Padre celestial con poderosa y ferviente fe”. Es así. Cuando saben que están sin reproche ante la vista de Dios, por haber hecho todo lo que está en sus manos para desechar toda diferencia entre ustedes y sus hermanos, y por haber confesado a Dios todo aquello que él mostró; cuando nos presentamos ante él como los errantes, desvalidos y perdidos pecadores que somos, y vemos nuestra necesidad de lo que él tiene para dar, ENTONCES están ahí todas sus promesas, y son para nosotros; sabemos que son nuestras. ENTONCES podemos depender de ellas y “ENTONCES podrán ascender juntas nuestras oraciones a nuestro Padre celestial con poderosa y ferviente fe. Entonces podemos aguardar con paciencia y esperanza el cumplimiento de la promesa”.
Eso es lo que ahora hay que hacer. Cuando se cumple con ello, cuando resultan eliminadas todas esas diferencias, y prevalece la unidad, y cada uno está procurando la unidad de corazón y mente, entonces Dios ha prometido que veremos a cara descubierta. Ha llegado el tiempo. Cumplámoslo.
Vuelvo a leer en la página 9:
“La respuesta puede venir con imprevista celeridad y poder sobrecogedor; o bien ser retardada por días y semanas, poniendo a prueba nuestra fe. Pero Dios sabe cómo y cuándo responder a nuestra oración. Es nuestra parte de la obra el conectarnos con el conducto divino. Dios es responsable por su parte de la obra”.
Tal como estuvimos considerando anoche, cuando el camino queda despejado y nuestras oraciones ascienden tal como se ha descrito, el conducto queda abierto, y al derramarse el Espíritu Santo, alcanzará a la plenitud del conducto que se despejó.
“Es nuestra parte de la obra el conectarnos con el conducto divino. Dios es responsable por su parte de la obra. Fiel es el que prometió. El gran e importante asunto para nosotros es ser de una mente y corazón, desechar toda envidia y malicia y, como humildes suplicantes, esperar y velar. Jesús, nuestro Representante y Cabeza, está dispuesto a hacer por nosotros lo que hizo por quienes estaban velando y orando en el día de Pentecostés”.
He aquí otro pensamiento digno de nuestra más atenta consideración:
“Jesús está deseoso de impartir ánimo y gracia a sus seguidores hoy, tal como lo hizo con sus discípulos en la iglesia temprana. Nadie debiera invitar intempestivamente la ocasión de contender con los principados y potestades de las tinieblas”.
Necesitamos ser cautos en esto. Se requiere reflexión. Hemos de estar seguros, y no entrar en esa contienda hasta que sepamos que Dios está con nosotros, obteniendo ánimo y fuerza del poder y gracia de Dios, a fin de enfrentar a esos poderes con los que nos las hemos de ver. La batalla que se presenta ante nosotros no es un asunto menor.
“Cuando Dios les ordene entrar en el conflicto, habrá sobrada ocasión para ello; él dará entonces valentía y vehemencia al débil y dubitativo, más allá de la que se pudiera imaginar o esperar”.
Así, lo que el Señor quiere de nosotros es que lo busquemos, y entonces, cuando nos envíe, iremos solamente con su poder y gracia. Leo en la página 11:
“Los discípulos y apóstoles de Cristo tenían un profundo sentido de su propia ineficiencia, y con humillación y oración unieron su debilidad a la fortaleza de él, su propia ignorancia a la sabiduría de él, su indignidad a la justicia de él, su pobreza a las inagotables riquezas de él. Fortalecidos y equipados de ese modo, no dudaron en el servicio por su Maestro”.
¡Vaya un equipo! Piénsenlo: ¡fortaleza, sabiduría, justicia y riquezas! Tales son las cosas que necesitamos, en vista de todo lo que está en contra nuestra, dado que no nos es dado hacer cálculo alguno sobre los poderes en la tierra o en el cielo, como tampoco de la reputación que pueda originarse en el hombre, o de la riqueza que este mundo pueda ofrecer, o cualquier otra consideración relativa al mismo, o a la vida. Encontramos aquí enumeradas casi las mismas cosas que consideramos en una de las lecciones previas.
Pero ¿cómo hicieron para obtener fuerzas? –Reconociendo su debilidad; confesándola. ¿Cómo obtuvieron sabiduría? –Confesando su ignorancia. ¿Cómo obtuvieron justicia? –Confesando su injusticia. ¿Cómo obtuvieron inagotable riqueza? –Confesando su pobreza.
Así pues, esa es la situación en la que hemos de estar: ineficientes, ignorantes, pobres, indignos y ciegos. ¿Acaso no es precisamente ese el mensaje a los Laodicenses; que somos desgraciados, miserables, pobres, ciegos y desnudos, y que lo desconocemos? Alguien estaba leyendo esto el otro día, y al llegar a la palabra “ciegos” mi mente se dirigió inmediatamente al capítulo 9 de Juan en su último versículo. Lo podéis buscar en vuestras Biblias (Juan 9:41). Está al final del relato de la sanación de aquel ciego, de la restauración de la vista de aquel que había nacido ciego. ¿Qué dice el versículo?:
“Jesús les respondió: Si fuerais ciegos, no tendríais pecado, pero ahora, porque decís: “Vemos”, vuestro pecado permanece”
Cuando Jesús nos dice a ustedes y a mí que somos ciegos, lo que hemos de hacer es reconocer: “Señor, somos ciegos”. A ellos les dijo que eran ciegos, y lo eran. Ellos sostenían que no era así, pero era así. Si hubieran confesado su ceguera, habrían visto a Dios en la sanación de la ceguera de aquel hombre. Bien, hermanos, lo mejor que podemos hacer es ir directamente a ese mensaje a los Laodicenses y reconocer la veracidad de cada una de sus palabras. Cuando nos dice que somos desgraciados, digámosle: “Así es, soy desgraciado, miserable, pobre; un perfecto mendigo, y nunca seré otra cosa en el mundo; soy ciego y no otra cosa; estoy desnudo y además no me doy cuenta de todo ello, lo ignoro, lo desconozco en absoluto, de la forma en que debería conocerlo”. Entonces le diré cada día y a cada hora: “Señor, ¡todo eso es cierto! Pero en lugar de mi desgracia dame tu felicidad, en lugar de mi miseria dame tu consuelo, en lugar de mi pobreza dame tus propias riquezas, en lugar de mi ceguera sé tú mi vista, en lugar de mi desnudez vísteme de tu propia justicia, y enséñame tú aquello que no sé”.
[Congregación: “Amén”]
Hermanos, cuando alcancemos esa situación de ser de un corazón y una mente, no tendremos dificultad ninguna en arrepentirnos. No faltará el arrepentimiento. Se cumplirá el siguiente versículo: “Yo reprendo y castigo a todos los que amo; sé, pues, celoso y arrepiéntete”.
La dificultad que nos incapacita para arrepentirnos es que no hemos confesado que es cierto aquello que el Señor afirma de nosotros. Cuando me reconozco desgraciado, entonces sé que necesito algo que me satisfará, y sé que nadie más que el Señor me lo puede proporcionar, de forma que dependeré enteramente de él para tenerlo. Y si no lo tengo a él, soy sólo un desgraciado. En el momento en que no lo tenga a él, soy un perfecto desgraciado. Si carezco de su consuelo, no soy más que un miserable. En el momento en que no dependa absolutamente de sus inagotables riquezas –las inescrutables riquezas de Cristo–, soy el más pobre de los pobres, un auténtico mendigo. Y en el momento en que no me reconozco y confieso ciego, ni lo tengo a él como mi vista, estoy en pecado. Él lo afirma así.
“Ahora decís que veis; por lo tanto, vuestro pecado permanece.” Y siempre que deje de ver mi desnudez y no dependa sola y absolutamente de él y de su justicia para vestirme, ciertamente estoy en la peor ruina imaginable. Y cuando empiezo a decir “Yo sé tanto...”, en realidad no lo sé en absoluto. Lo que debo hacer es decir: “Señor, no lo sé. Dependo de ti para que me lo enseñes todo, para que me enseñes que soy desgraciado, miserable, pobre, ciego y desnudo, y que necesito todas esas cosas”. Y al decírselo, él me dará todo cuanto necesito. Lo hará. Tal es nuestra situación.
Leo un pasaje del volumen I de la edición publicada de los “Testimonios”, página 353, que expone ante nosotros algo maravilloso:
“En la transfiguración Jesús fue glorificado por su Padre. Lo oímos diciendo: ‘Ahora es glorificado el Hijo del hombre y Dios es glorificado en él’. Así, antes de su traición y crucifixión fue fortalecido para sus terribles sufrimientos. Cuando los miembros del cuerpo de Cristo se aproximen al período de su último conflicto, al ‘tiempo de angustia de Jacob’, crecerán en Cristo y participarán ampliamente de su espíritu. Cuando el tercer mensaje vaya en aumento hasta el fuerte pregón, y cuando la obra final se vea asistida por grande poder y gloria, el fiel pueblo de Dios participará de esa gloria. Es la lluvia tardía que los reaviva y fortalece para que atraviesen el tiempo de angustia. Sus rostros brillarán con la gloria de esa luz que asiste al tercer ángel”.
¿Cuál es el objeto del fuerte pregón? Fortalecernos para el tiempo de angustia. ¿Dónde estamos?
[Congregación: “En el fuerte pregón”]
¿Ha comenzado el fuerte pregón?
[Congregación: “Sí”]
¿Para qué ha comenzado? Para hacer una obra en nuestro favor, para hacer que podamos resistir en el tiempo de angustia.
Aún un poco más, al respecto de esa demanda por unidad. Está ante nosotros este llamado al fuerte pregón –la lluvia tardía. Eso es lo que nos fortalece para el tiempo de angustia. Y ya ha comenzado. Tenemos la palabra. Lo importante es esto: ser de un corazón y una mente.
Ahora leeré unos pocos pasajes de este testimonio que no ha sido todavía publicado:
“Es el pecado en alguna de sus formas el que produce combatividad y desunión. Los afectos han de ser transformados, debe obtenerse una experiencia personal del poder renovador de Cristo. ‘En el cual tenemos redención por su sangre, el perdón de los pecados, según las riquezas de su gracia’. El apóstol, hablando a creyentes en Cristo, llamados por la gracia de Dios, dice: ‘Si andamos en la luz, como él está en luz, tenemos comunión los unos con los otros, y la sangre de Jesucristo, su Hijo, nos limpia de todo pecado.’ Hay aquí condiciones llanamente expuestas. Si andamos en la luz, como él está en luz, seguirá el seguro resultado: tendremos comunión los unos con los otros. Todos los celos, envidias y suposiciones impías serán desechados. Viviremos como a la vista de un Dios santo”.
Es decir, viviremos ahora, hoy, cada día, como a la vista del Dios santo, debido a que nuestras oraciones están ascendiendo a él para traer su presencia mediante el derramamiento de su Espíritu Santo. ¿Podemos transitar descuidadamente ese camino, sabiendo que hay celos, envidias y suposiciones impías?
“Ha venido a resultar demasiado común el ser indulgentes en nuestras tendencias hereditarias e inclinaciones naturales, incluso en nuestra vida religiosa. Tal cosa nunca puede traer paz y amor al alma, pues nos aleja siempre de Dios y de su luz. ‘El que me sigue no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de vida.’ Cuando surgen diferencias entre los hermanos en cuanto a la comprensión de cualquier punto de verdad, hay una regla bíblica a seguir. En espíritu de mansedumbre y amor a Dios y a cada semejante, júntense los hermanos, y tras haber orado fervientemente, con sincero deseo de conocer la voluntad de Dios, estudien la Biblia con el espíritu de un niño, a fin de ver cuánto pueden aproximarse, y no sacrificar nada, excepto su dignidad egoísta. Debieran verse a sí mismos como en la presencia de todo el universo de Dios, quien está presenciando con intenso interés cómo el hermano intenta ver las cosas de la misma forma que el hermano, comprender las palabras de Cristo, a fin de ser hechos hacedores de la palabra, y no solamente oidores”.
Hermanos, ¿qué está haciendo el universo de Dios? Está esperando vernos a ustedes y a mí ser hermanos. Quiere vernos como hermanos. Eso es lo que está esperando. Está deseando verlos como a verdaderos hermanos y hermanas en la iglesia. Está esperando vernos mano con mano. Hermanos, no permitamos que espere en vano.
“Al considerar la oración de Cristo, a fin de que sus discípulos puedan ser uno como él lo era con el Padre, ¿acaso no ven con qué intensidad está todo el cielo observando el espíritu que manifiestan cada uno hacia el otro? ¿Están los que pretenden ser salvos por la justicia de Cristo procurando con todas las capacidades que se les han confiado, responder a la oración del Salvador? ¿Afrentarán al Espíritu de Dios por la indulgencia hacia sus propios sentimientos no consagrados, procurando la supremacía, y manteniéndose tan alejados como sea posible?... Las horas solemnes e importantes que nos separan del juicio no han de ser empleadas contendiendo contra los creyentes”.
Hermanos, ¿qué se nos ha perdido calumniando y guerreando unos contra otros? El diablo está haciendo guerra contra nuestros hermanos. Dejémosle eso a él. Amemos a nuestros hermanos; pongámonos de su lado. Cuando un adventista del séptimo día ataca a uno de nuestros hermanos, defendámoslo. Defendámoslo en el temor de Dios. La reputación de mi hermano es importante para mí, porque si alguien menoscaba ante mí la reputación de mi hermano, menoscabará la mía ante él. Si doy oído a habladurías y todas esas cosas referentes a mi hermano, ¿por qué otros no habrían de prestarles atención, cuando las habladurías se refieran a mí? No ciertamente. Velemos por preservar la reputación de nuestros hermanos. Estemos hombro con hombro por nuestros hermanos. Tenemos todo el derecho a reprender a quien viene con habladurías referentes a esto, eso o aquello sobre los hermanos. Tenemos derecho a reprenderlo como al espíritu de Satanás que en realidad es. “Las horas solemnes...” ¿Años, o meses? ¡No!: “horas solemnes”. Los días pasaron ya. Estamos en las horas. Y no va a pasar mucho tiempo –si es que no ha sucedido ya– antes que las horas hayan pasado también, y comience la cuenta de los minutos.
“Las horas solemnes e importantes que nos separan del juicio no han de ser empleadas contendiendo contra los creyentes; esa es la obra de Satanás; la comenzó en el cielo y la ha continuado con incansable energía desde la caída. ‘Pero si os mordéis y coméis unos a otros, mirad que no os consumáis los unos a los otros’. No haya en ninguno de vosotros un corazón impío de incredulidad. Ha llegado el tiempo en el que ha de oírse el clamor del centinela fiel, llamando a sus compañeros centinelas: ‘¿Qué hay de la noche?’, para obtener la respuesta: ‘La mañana viene y después la noche.’”
La respuesta no ha de ser: “No sé qué hay de la noche”. No ha de ser tampoco: “Creo que estás llevando las cosas demasiado lejos”, ni, “Me parece que te estás precipitando”, o “Tu postura me parece demasiado radical”. No ha de ser esa la respuesta. Ante el llamado, “¿Qué hay de la noche?”, la única repuesta aceptable para Dios es: “La mañana viene y después la noche,” por lo tanto, preparémonos para ella.
“¿No sería bueno que examináramos individualmente y con detenimiento nuestra propia posición ante Dios a la luz de su santa palabra, y ver nuestro especial peligro?”
No se trata de que veamos lo buenos que somos. Tampoco que veamos cuánto mejores somos que nuestros hermanos, sino “ver nuestro especial peligro.” ¿Cuál es mi peligro? Tengo bastante con ver eso, con atajar mi propia maldad, y no la de otros.
“Dios no se separa de su pueblo sino que su pueblo se separa a sí mismo de Dios por su propio curso de acción. Y no conozco pecados mayores a la vista de Dios, que el de acariciar celos y odio hacia hermanos, y volver las armas de combate contra ellos”.
¿Cómo podrían existir pecados mayores? ¿No es acaso precisamente esa la acción de Satanás?
“Señalo a mis hermanos al Calvario. Os pregunto: ¿Cuál es el valor del hombre? Es el Unigénito Hijo del Dios infinito. Es el valor de todos los tesoros celestiales”.
Tal es el valor del hombre. Por lo tanto, ¿podemos tomar con ligereza a alguien a quien Dios aprecia de ese modo, a alguien por quien Dios ha dado todos los tesoros del universo? ¿Puedo rebajarlo, menoscabarlo y presentarlo como de poco valor? No ciertamente. Vale todo lo que Dios pagó por él. Es lo que Dios pagó por ti. ¿Podré considerarte insignificante, sin peso, sin valor? De ninguna manera. Pido a Dios gracia que me capacite para atribuirte todo el valor que él pagó por ti. No voy a permitir que adventistas del séptimo día procuren rebajar la alta estima en que te tengo. No lo haré. De ninguna forma. ¿Cómo podría hacer así, siendo que amo a Cristo, quien pagó el precio? Hermanos, lo que se necesita es el amor de Cristo en nuestros corazones, y entonces amaremos a todos los que él ama, tal como él los amó siempre.
“El mal está siempre en pugna con el bien. Y puesto que sabemos que el conflicto con el príncipe de las tinieblas es arduo y constante, unámonos en el combate”.
Efectivamente, necesito el apoyo de cada uno a quien Cristo compró. Lo necesito en el combate. Necesito que triunfe en el combate. Me es necesario. Y hermanos, yo mismo ruego a Dios que por su gracia cuenten con mi apoyo en su combate. Si resultan vencidos, los levantaré. Si fallan, les diré: “Ten buen ánimo, hermano”. Si caen, les diré: “Hay remedio para levantarse”. Hermanos, lo que Dios quiere es que nos amemos unos a otros como él nos ha amado, y lo haremos. Cuando lo tenemos a él –su amor– en nuestros corazones, no podemos hacer otra cosa, ni la haríamos aunque pudiéramos.
“Cesad de guerrear contra los de vuestra propia fe. Que nadie ayude a Satanás en su obra. Todo cuanto hemos de hacer está en otra dirección”.
Hermanos, luchemos hoy juntos, pues se trata de la obra que Dios quiere hacer en nosotros.
“Una piedad pasiva no es la respuesta adecuada a este tiempo. Manifiéstese la pasividad allí donde es necesaria: en la paciencia, amabilidad y dominio propio. Pero tenemos un mensaje decidido de advertencia al mundo. El Príncipe de Paz proclamó así su obra: ‘No he venido a la tierra a traer paz, sino espada’. Hay que atacar la maldad. Hay que hacer aparecer la falsedad y el error en su verdadero carácter. Se debe denunciar el pecado, y el testimonio de todo creyente en la verdad ha de ser uno y el mismo. Todas las diferencias menores que despiertan en vosotros el espíritu combativo entre hermanos, son estratagemas de Satanás para distraer las mentes del grandioso asunto puesto ante nosotros”.
¿Permitiremos que Satanás nos engañe? Saben que en las cosas de este mundo es muy desagradable ser estafado. Cuando se saben defraudados por alguien en lo más mínimo, no se sienten peor que si los hubiese tratado mal en cualquier otra forma, ¿no es así?
[Audiencia: “Sí”].
Satanás suscita esas pequeñas diferencias que carecen de valor o sustancia en ellas mismas, si son llevadas al extremo. Pero él mantiene nuestros ojos concentrados en esas cosas, haciendo gran conmoción en la iglesia, y en ello hace que nuestras mentes se desvíen de los grandiosos asuntos que penden sobre nuestras cabezas. Ya es suficientemente lamentable el que lo defrauden a uno. Pero cuando permitimos que se nos engañe por algo tan menor e insignificante, es aún peor. Por lo tanto, no lo permitamos.
“La verdadera paz vendrá al pueblo de Dios cuando por medio del celo unido y la oración ferviente, resulte perturbada la falsa paz que en gran medida existe... Los que están bajo la influencia del Espíritu de Dios no serán fanáticos sino serenos, firmes, libres de extravagancia. Pero todos aquellos quienes han tenido la luz de la verdad brillando en contornos claros en su camino, que sean cuidadosos en clamar: Paz y seguridad. Que sean cuidadosos en dar el primer paso para suprimir el mensaje de la verdad. Sed cuidadosos con la influencia que ejercéis en este tiempo. Los que profesan creer las verdades especiales necesitan estar convertidos y santificados por la verdad. Como cristianos somos hechos depositarios de verdad sagrada, y no hemos de mantener la verdad en el atrio exterior, sino traerla al santuario del alma. Entonces la iglesia poseerá vitalidad divina por doquier. El débil será como David, y David como el ángel del Señor”.
Confesemos pues nuestras debilidades y démonos cuenta lo antes posible de que somos débiles. “El débil será como David”, y su debilidad está unida a la fortaleza de Cristo.
“Una cuestión absorberá todo el interés: ¿Quién se acercará más a la semejanza de Cristo?”
Esa será la cuestión. No quién será el mayor en la Asociación, o quién será el mayor en la iglesia, o quién ostentará tal o cual posición en la iglesia, en el comité de la Asociación. No, no. “¿Quién se acercará más a la semejanza de Cristo?”
“¿Quién hará lo máximo para ganar almas a la justicia? Cuando sea esta la ambición de los creyentes, se habrá acabado la contención. La oración de Cristo es contestada”.
Hermanos, es ahí donde nos encontramos.
“Cuando el Espíritu Santo fue derramado en la iglesia temprana, ‘Toda la multitud de los que creyeron era de un solo corazón y un alma’. El Espíritu de Cristo los hizo uno. Ese es el fruto de morar en Cristo. Pero si la disensión, envidia, celos y contienda son el fruto que estamos llevando, no es posible que estemos morando en Cristo”.
Y ahora este pasaje que ya he leído una o dos veces:
“Jesús anhela otorgar la dotación celestial en abundante medida a su pueblo... Cuán grande y extenso ha de ser el poder del príncipe del mal, como para poder ser sometido solamente por el gran poder del Espíritu. La deslealtad a Dios, la transgresión en cualquier forma, se han extendido en nuestro mundo. Los que mantienen su lealtad a Dios, los que son activos en su servicio, se convierten en la diana de cada dardo y arma del infierno”.
Esto nos trae de nuevo a las lecciones que hemos considerado en las tardes precedentes: que no podemos de ninguna forma resistir, si no tenemos a Cristo.
“Si aquellos que han tenido gran luz no tienen fe y obediencia correspondientes, pronto resultan leudados con la apostasía prevaleciente; los controla otro espíritu. Mientras que han sido exaltados hasta el cielo en lo relativo a privilegios y oportunidades, están en peor condición que los más celosos abogados del error”.
“Si aquellos que han tenido gran luz no tienen fe y obediencia correspondientes”, “están en peor condición que los más celosos abogados del error”. Nos afecta a ti y a mí. El juicio comienza por la casa de Dios. Cuando esos mensajeros pasaron por en medio de la ciudad para matar y destruir, comenzaron desde los ancianos que estaban delante del Templo (Eze. 9:5-7); y si estamos en una “peor condición que la de los más celosos abogados del error”, el juicio ha de comenzar por nosotros.
“Muchos hay que han estado preparándose de esa forma para la ineficiencia moral en la gran crisis”.
Nos detendremos aquí, para continuar en este punto en la próxima lección, dado que el tiempo ha terminado.