Mi Amado - Capítulo 7 - Más confusión

Publicado Dic 05, 2013 por Adrian Ebens En Mi Amado

El hombre de doble ánimo es inconstante en todos sus caminos. Santiago 1:8.

Después de más de una década desde la experiencia de mi primer amor con Jesús, me confundí. Mi vida cristiana se convirtió en algo que daba vueltas, sintiéndome como los hijos de Israel cuando vagaban por el desierto. Si alguien hubiese sugerido que yo era de doble ánimo me hubiera horrorizado y ofendido. Amaba a Jesús profundamente por haber muerto en la cruz por mí, deseaba guardar los mandamientos de mi Padre fielmente y oraba por la gracia y las fuerzas para vencer. Obtuve victorias, sin embargo la consistencia me eludía.

Crecí en mi conocimiento de las Escrituras y disfruté de muchos sábados maravillosos en compañerismo con familia y amigos. No obstante, algo me faltaba. Algo estaba fuera de lugar y no podía hallarlo. Durante gran parte de ese tiempo, no estaba completamente consciente de que algo me faltaba.


Por tanto, nosotros todos, mirando a cara descubierta como en un espejo la gloria del Señor, somos transformados de gloria en gloria en la misma imagen, como por el Espíritu del Señor. 2 Corintios 3:18.

Sin yo saberlo, el Jesús que yo contemplé en esos años era una combinación de dos mundos completamente diferentes. Por un lado, me enteré del amor del Jesús amante, cariñoso y compasivo que reveló el amor maravilloso de su Padre. Contemplé la lucha que el Padre sostuvo para dar a su Hijo por nosotros. Medité sobre la vida de oración de Jesús y de su intercesión en mi nombre y todo esto me tocó el alma, derritió mi corazón y me dio la inspiración para vivir la vida cristiana. Sin embargo había un aspecto de la persona de Jesús, que asumí estaba en la Biblia y que formó la base de todos mis esfuerzos en la vida cristiana. Necesitaba tomar un poco de tiempo para describir lo que estaba ocurriendo en mi mente. Hubo varios factores que me impulsaron a clamar:

Por las noches busqué en mi lecho al que ama mi alma;

Lo busqué, y no lo hallé. Cantares 3:1.

A lo largo de mi infancia y de mi juventud, la voz del tentador sugirió un plan de acción de auto-suficiencia y trabajo duro para obtener respeto. Mi concepto de lo que constituía una buena persona se formó a través del lente de mi naturaleza caída combinada con las sugerencias de Satanás (y era) que el honor se puede ganar a través de la honestidad, rectitud y fidelidad. Ustedes recordarán que mencioné que el tentador me sugería hacer las mismas cosas que mi Amado deseaba pero con un propósito muy diferente.

Debido a que la voz del tentador era más fuerte que la de mi Amado durante esos años de formación, mi concepto de una persona modelo era alguien que hacía lo bueno y desplegaba un buen carácter ante los demás. Esta demostración de una vida buena luego ganaría la admiración de los demás y me concedería la aceptación dentro de mi grupo social.

No tenía la menor idea de que esta persona modelo que yo había concebido en mi mente en realidad era un ídolo. Sin darme cuenta la había fusionado con la persona llamada Jesús. Vi en Jesús a alguien que demostraba todos los rasgos de una persona modelo, alguien que a través de actos de bondad y buenas obras había ganado la admiración y adoración de millones de personas. De hecho Jesús era alguien a quien yo podía emular, copiar, y cuya semejanza podía desear. Una vez más el tentador me incitaba a hacer todo lo correcto por razones incorrectas.

La parte realmente difícil era que el verdadero Jesús de la Biblia se había fusionado con este falso Jesús en mi mente, de tal manera que no podía distinguirlos.


De manera que nosotros de ahora en adelante ya no conocemos a nadie según la carne. Aunque hemos conocido a Cristo según la carne, sin embargo, ahora ya no lo conocemos así. 2 Corintios 5:16 (NBLA).

Nunca se me ocurrió que yo podría considerar a Jesús desde un punto de vista mundano. Lo que hizo que esta experiencia fuera mucho más difícil es el hecho de que el cristianismo, en el plazo de unos pocos cientos de años desde su comienzo, perfeccionó la opinión acerca de Jesús como alguien que debía ser reverenciado y amado por su poder inherente, capacidad y talentos. De la misma manera que yo había tenido la tentación de concebir a una persona modelo como alguien que recibe elogios por hacer buenas obras, los líderes cristianos también habían sido objetos de este proceso. Este nuevo Jesús era parte de tres personas, un solo Dios, la Trinidad. La complejidad de las tres personas que existen en un solo Dios me hizo abandonar los esfuerzos por comprender exactamente cómo se relacionan entre sí. Me animó a aceptar esto como un misterio.

Si leemos con detenimiento la descripción de Dios de la mayoría de las iglesias cristianas, veremos que la razón por la cual él es digno de adoración, consagración y servicio es debido a que es todopoderoso y omnisciente. ¡Este era el Dios de mi infancia! Cuando pensaba en él así, instintivamente parecía lo correcto. Esta opinión me permitió tomar a la persona modelo que había concebido de niño y entronizarlo como mi Dios.

Nunca se me ocurrió que este dios que me comprometí a servir en realidad era una expresión codificada de la ambición de mi niñez de llegar a ser una buena persona, digna de alabanza, honor y respeto.

Como he mencionado antes, lo que hizo que este dios fuera tan difícil de discernir es que había unido elementos del verdadero Jesús bíblico con este dios. Mi bautismo dos años después de mi conversión perfectamente reflejó esta unión de dos opiniones acerca de Dios.

Esta fue la pregunta en mi voto bautismal:

¿Crees en Dios Padre, en su Hijo Jesucristo y en el Espíritu Santo?

Pero las doctrinas fundamentales de la iglesia indicaban:


Hay un sólo Dios: Padre, Hijo y Espíritu Santo, una unidad de tres Personas coeternas. Dios es inmortal, omnipotente, omnisciente, encima de todo, y siempre presente. El es infinito y está más allá de toda comprensión humana...

Mucha gente va a leer estas dos declaraciones y no verá ninguna diferencia en absoluto. Como una persona joven, yo ciertamente no veía ninguna diferencia. Podía ver los términos Padre, Hijo y Espíritu Santo. Estos términos aparecían en la Biblia y observé la evidencia de estas tres entidades obrando, así que sencillamente asumí que esta afirmación era correcta.

Mi voto bautismal simplemente expresó la creencia en tres entidades en las que se expresaba la relación entre el Padre y el Hijo simplemente como su. En esta pequeña palabra su había un mundo de diferencia. La palabra su, le dio un significado real a las palabras Padre e Hijo; Jesús era su Hijo, el Hijo del Padre. El punto crucial que hay que mostrar aquí es que fue la ruptura de esta relación entre el Padre y su Hijo lo que me partió el corazón. Estas fueron las palabras que me llamaron la atención.


El Hijo inmaculado de Dios tomó sobre sí la carga del pecado. El que había sido uno con Dios sintió en su alma la terrible separación que el pecado crea entre Dios y el hombre. Esto arrancó de sus labios el angustioso clamor: “¡Dios mío! ¡Dios mío! ¿por qué me has desamparado?” El Camino a Cristo, p. 13.

En estas palabras discerní la verdad:


Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna. (Juan 3:16).

 

En esto se mostró el amor de Dios para con nosotros, en que Dios envió a su Hijo unigénito al mundo, para que vivamos por él. (10) En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó a nosotros, y envió a su Hijo en propiciación por nuestros pecados. 1 Juan 4:9-10.

Durante los 12 años después de mi bautismo, realmente no comprendí muy bien que la naturaleza de la relación entre las dos personas llamadas Padre e Hijo contenía la clave que cambió completamente mi vida. El amor de Dios fue manifestado en el don de su Hijo. Fue el acto del Padre al dar a su Hijo lo que me impresionó. No simplemente el Hijo dándose, no sólo el Hijo revelando su poderoso y abnegado carácter, no simplemente Jesús demostrando sus grandes hechos y obras. El Padre envió a su Hijo a revelarnos su carácter de amor y al darnos su Hijo, vemos la expresión más atractiva, hermosa, tierna, y valiente del corazón de Dios.

Como he dicho antes, no me di cuenta que el aceptar la Trinidad, tres personas en un solo Dios me llevaría a la confusión acerca de la naturaleza de la relación entre el Padre y el Hijo. Este problema se agravó por otra sugerencia: si yo realmente amaba a Jesús lo elevaría exactamente al mismo nivel del Padre. De niño, la manera en que yo había aprendido el concepto de la igualdad fue comparando cantidades. Me aseguraba de comprobar que la cantidad de limonada en el vaso de mi hermana no era más que lo que había en el mío. Me quejaba largo y tendido si mi hermana recibía cinco dulces mientras que yo sólo recibía cuatro. De esa manera uno calculaba que las cosas fueran iguales. Así que cuando llegó el momento de figurarse la igualdad entre el Padre y el Hijo, uno simplemente tenía que asegurarse de que cada uno tenía exactamente las mismas cualidades, el mismo poder inherente, el mismo conocimiento, la misma existencia eterna. Si el uno había recibido alguna cosa del otro, entonces la calidad sería diferente; sería como si uno tuviese 100% limonada y el otro tuviese 50% limonada y 50% agua.

Este tipo de razonamiento se llevaba a cabo en lo profundo de los recovecos de mi mente; era natural, instintivo, y por lo tanto lógico al parecer. No tenía ni idea de que pensar en Dios de esta manera en realidad le robaba el significado a las palabras Padre e Hijo y su relación mutua.

Mientras observaba la condición de Hijo de Jesús en la Biblia, vi a alguien que confió en su Padre de forma implícita y se apoyó completamente en su voluntad. Vi cómo podía dormir en un barco en medio de una tormenta; podía enfrentar con calma a una multitud enfurecida que deseaba su muerte; podía esperar 40 días sin comer confiando en que su Padre supliría sus necesidades en el momento adecuado.

A medida que estos actos de confianza y sumisión me presentaban una visión de Jesús como la segunda persona de la Trinidad, que posee el mismo poder del Padre, de la misma manera que el Padre, mi mente se llenó de confusión. Esta persona no le debía gratitud al Padre por el poder que poseía, sino que estaba hombro a hombro con otra persona llamada el “Padre”, poder con poder, conocimiento con conocimiento, edad con edad. Ellos eran lo mismo. Por supuesto, amorosamente lo mismo, pero iguales. La gran tragedia para mí es que en esa percibida similitud estaba el elemento corrosivo que erosiona el sentido de las palabras Padre e Hijo, que a su vez corroía mi propio sentido de mi condición de hijo. Si Jesús no era realmente un Hijo en su esfera tampoco lo era yo en la mía. ¿Cómo así? Mediante la contemplación somos transformados. Si tenía dudas acerca de si Jesús era realmente un Hijo y que había sido aceptado debido a su posición y no puramente su parentesco, entonces me vuelvo vulnerable en dudar de mi condición de hijo y comienzo a buscar aceptación mediante mi posición y mis esfuerzos en la iglesia.

Así que adoraba a un Jesús que en la tierra era sumiso, confiado y obediente y fundí esto con un punto de vista acerca de un Jesús en el cielo que era auto-suficiente, que poseía su propio poder sin ningún tipo de herencia del Padre. Este “Jesús celestial” reveló el método de cómo llevar a cabo lo que el “Jesús terrenal” estaba haciendo. Este auto-suficiente “Jesús celestial” me hizo tratar de emular las obras del Jesús terrenal copiando y emulando su auto-suficiencia celestial. Sin darme cuenta, mi naturaleza carnal en sentido figurado erigió un Jesús idólatra en el santuario celestial, movida por los mismos impulsos carnales que impulsaron al cuerno pequeño contra el verdadero Cristo en el cielo.

Les voy a dar algunos ejemplos de cómo funciona esto en la vida real. Muchas veces cuando me sentaba a escuchar un sermón, mi Amado me convencía de tomar esas palabras en serio. Al mismo tiempo, el tentador estaba tratando de que me enfocara en lo bien que el pastor estaba predicando. Si el sermón estaba bien presentado, yo empezaba a soñar con presentar este tema ante una audiencia y a imaginar su reacción. Si estaba mal presentado, el tentador me halagaba diciéndome que yo podría hacerlo mejor. Cuando al fin prediqué un sermón y la gente se conmovió por la verdad, mi Amado me alentó a alegrarme, pero el tentador me animó a recibir los elogios de la gente en la puerta mientras salían del santuario.

Cuando me sentaba en un estudio bíblico, mi Amado trataba de grabar las palabras de las Escrituras en mi corazón, mientras el tentador me impresionaba a sentirme seguro de que yo sabía cómo citar bien las Escrituras y varios versículos para demostrar mi autoridad en la materia. Cuando yo estaba en un círculo de oración, mi Amado me animaba a regocijarme en el privilegio de tener acceso al Padre por medio de él, pero el tentador me presionaba con los pensamientos de que esta persona a mi lado oraba demasiado tiempo y realmente no tenía nada útil que decir. Entonces mi conciencia me golpeaba; tenía esta pequeña guerra en mi mente entre los dos lados y totalmente perdía la noción del contexto de las oraciones de aquellos que me rodeaban.

Leía acerca de Jesús orando toda la noche y en lugar de centrarme en lo mucho que debe haber amado a su Padre, yo pensaba más en el hecho de que él pasaba toda la noche en oración, y acariciaba la idea de involucrarme en este empeño, pero entonces mi Amado me convencía de que esto estaba mal. Como ya he dicho, este conflicto mental se prolongó por más de una década. Cuando mi Salvador me mostró la importancia de la dieta y el estilo de vida, el tentador me sedujo a centrarme en el procedimiento adecuado para la alimentación, vestimenta y entretenimiento. La señal que demostró que yo estaba respondiendo a la voz equivocada vino cuando yo corregía a otros por su comportamiento inadecuado. El comportamiento correcto se convirtió en la raíz y no en el fruto de mi experiencia. Surgió porque el dios de mi infancia se sentó en el trono de mi corazón como el Dios del universo.

Este conflicto interno diario le trajo mucho dolor a mi alma. Este Jesús que realiza todas estas maravillas comenzó a moverse más y más lejos de mi alcance. La alegría de mi primer amor me había abandonado. Busqué en vano a mi Amado pero no podía encontrarlo. Mi vida estaba llena de actividades de la iglesia, y estudios hasta el punto que tenía poco tiempo para simplemente reflexionar y estar en comunión con mi Salvador. Incluso cuando tenía tiempo, me sentía impulsado a salir a la calle, hacer las obras que hizo Jesús y ser la persona útil y bondadosa que él era. A nadie le importaría mucho si me pasaba horas conversando y compartiendo a solas con Jesús, no a menos que yo encontrara un público que admirara tal aislamiento.

Había un conflicto constante entre mi deseo de ser un buen cristiano que amaba a Dios, su Palabra y los que me rodeaban y mi deseo de querer el crédito por hacer esas cosas. En privado yo sabía que querer el crédito estaba mal, pero me imaginé que esto era parte de la experiencia cristiana de la guerra contra la carne. Traté de desviar los comentarios de elogio después de predicar un sermón, pero sentí que era obvio que estaba centrado en mí mismo cuando decía: “No me den las gracias, denle gracias a Dios”. No tenía que enfocarme en mí, podría haber dicho simplemente “gracias a Dios”, pero el “no me den las gracias” provenía del deseo secreto de querer ser apreciado por hacer un buen trabajo.

Una vez convertido en un ministro adventista, estaba situado en un punto ventajoso que no había visto antes. Comencé a observar ministros, luchando por posición; vi que muchas de las luchas internas que estaba teniendo eran abiertamente manifiestas en algunos de los ministros que me rodeaban. Ya que mis luchas parecían internas, podía manifestarme sorprendido por el comportamiento de estos ministros que estaban engañando al rebaño.

Después de un período de tiempo en el ministerio, al ver los juegos de poder y las estrategias manifestadas en la política de la iglesia, creo que me quedé un poco desilusionado, y fue entonces cuando el tentador me animó a tomar otro camino ya que el agradar a aquellos que tenían autoridad había perdido su atractivo. Empecé a meterme de lleno en las películas documentales, deportes y actividades de diversión nuevas. Me dije a mí mismo que no quería ser un fariseo, y que necesitaba despejarme y relajarme.

Sin duda necesitaba despejarme y relajarme, pero no a través de los deportes. Sólo se confirmó la creencia de que la realización de obras y logros es el camino a la aceptación, el honor y el respeto.

Fue en este estado de ánimo que me detuve en el Camino de la vida. No podía avanzar porque mi concepto de Dios se confundía con la idolatría de mi infancia. Esta idolatría le permitió al tentador sugerirme cosas con frecuencia, sin darme cuenta de dónde venían ni por qué estaban sucediendo. Mi desilusión consiguiente me hizo dormir en la montaña llamada dificultad, y a perder mi rollo que se me había instruido mantener cerca de mi pecho como John Bunyan describe en El progreso del peregrino.


3:2 Me levantaré y recorreré la ciudad; por las calles y las plazas, buscaré al amado de mi alma. ¡Lo busqué y no lo encontré! (3) Me encontraron los centinelas que hacen la ronda por la ciudad: "¿Han visto al amado de mi alma?" Cantares 3:2-3.