Mi Amado - Capítulo 18 - Apollyón
Publicado Dic 03, 2013 por Adrian Ebens En Mi Amado
APOLLYÓN. —¿De dónde vienes y adónde vas?
CRIST. —Vengo de la ciudad de Destrucción, que es el albergue de todo mal, y voy a la ciudad de Sión.
APOLL. —Lo cual quiere decir que eres uno de mis súbditos, porque todo aquel país me pertenece y soy el príncipe y el dios de él; ¿cómo así te has sustraído del dominio de tu rey? Si no confiara en que me has de servir todavía mucho, de un golpe te aplastaría hasta el polvo.
CRIST. —Es verdad que nací dentro de tus dominios; pero tu servicio era tan pesado y tu paga tan miserable, que no me bastaba para vivir, porque la paga del pecado es la muerte. Así es que, cuando llegué al uso de la razón, actué como las personas de juicio: pensé en mejorar de suerte.
APOLL. —No hay príncipe alguno que así tan ligeramente quiera perder súbditos; yo, por mi parte, no quiero perderte. El progreso del peregrino, capítulo XI, p. 48.
Después de que recibí aviso de que ya no era ministro de la iglesia, decidí permanecer en silencio. Yo no confiaba en mí mismo como para resistir la posibilidad de expresar auto-compasión y tratar de llamar la atención sobre la situación que yo mismo había creado. Continué de este modo por aproximadamente un mes, pero luego, una mañana, llegué a la convicción profunda de que el carácter público de mi posición requería una disculpa pública de mi parte por el pecado de creer y promover la trinidad. A la luz de mi Amado y mi Padre, este pecado me parecía muy grave y me propuse hacer lo que fuera necesario para corregir mi curso. Escribí una carta de disculpa y confesión referente a mi Amado. La envié a muchas personas que habían sido influidas por mi ministerio. Sentí que les debía una disculpa. También les escribí a las iglesias que había pastoreado y les pedí que aceptaran mis disculpas por enseñar doctrinas falsas.
Con un conocimiento público más amplio de mi posición, sentí la necesidad de escribir varios artículos explicando mi decisión a favor de mi Amado. Un buen número de personas acogieron con agrado mi decisión y alabaron al Señor, hasta que les expliqué que yo todavía creía que Dios estaba dirigiendo a nuestra iglesia. Mi decisión a favor de mi Amado ocasionó la pérdida de la mayoría de mis amigos en la iglesia, y mi decisión a favor de la iglesia hizo que muchos de los que confesaban creer en el unigénito Hijo de Dios se alejaran.
Varias veces me pregunté si había necesidad de alejarme de casi todo el mundo. ¡Seguramente existía algún motivo secreto que aún me era desconocido! Para un hombre que deseaba la paz, el amor y la amistad, ¿por qué parecía que iba en dirección opuesta a toda esta gente? Me parecía que podía entender completamente a los que estaban observando mi caso, los que me estaban juzgando y concluyendo que yo era sencillamente un hombre problemático, causante de divisiones, y sin nada mejor que hacer. Me hubiese sido difícil no llegar a la misma conclusión bajo circunstancias diferentes. Sin embargo esta era la consecuencia de la dulce alegría, la paz y el amor que experimenté con mi Amado. No buscaba la senda del combate; solamente deseaba seguir el melodioso llamado de mi Amado.
Alrededor de este tiempo, los desafíos de nuestro hijo menor con autismo parecían ir en aumento. Se volvió cada vez más agitado y agresivo. Al mismo tiempo, empecé a encontrar cada vez más difícil mantener la calma frente a situaciones urgentes. Sin saberlo, toda nuestra familia había recibido un parásito del tanque de agua y esto estaba teniendo un impacto particularmente severo sobre mi hijo menor y yo. Al mismo tiempo, descubrimos que la casa que alquilábamos tenía problemas con el moho. Esto nos ocasionó varios problemas como familia. Decidimos mudarnos a un clima más seco, aunque todavía no nos habíamos enterado de la presencia del parásito. El estrés de hacerle frente a la iglesia, en combinación con el efecto del parásito, desmanteló completamente mi sistema nervioso. Mientras estaba en esa situación, mi hijo menor quedó tan abrumado con el mismo problema que su frustración y su dolor se desbordaron en cólera, lo que condujo a varios despliegues agresivos de ira.
En mi estado de salud y con los múltiples niveles de complejidad involucrados en tratar con la respuesta de la iglesia a mi amor por mi Amado, entré en un período muy oscuro durante más de un año. Durante este tiempo, me vi obligado a orar fervientemente pidiendo fuerzas para soportar un día a la vez. Me aferré a los Salmos y le supliqué al Señor que me ayudara. Todo parecía derrumbarse sobre mí, y llegué al punto en que pensé que la vida no tenía sentido. Sin embargo, aún en medio de este conflicto tan tremendo, el dulce consuelo del Espíritu de Dios venía a ayudarnos, especialmente el sábado. Oh, cuán precioso es el consuelo de Jesús. Él es mi dulce Consolador en tiempos de prueba.
Con frecuencia, cuando trataba de escribir un artículo o compartir cualquier cosa acerca de lo que había aprendido, parecía como si nuestra casa estuviera al revés y al derecho. Caíamos de rodillas y rogábamos pidiendo ayuda; entonces venía el alivio.
Después de muchos meses en esta situación aplastante, sentí que me hundía en una profunda desesperación de la que pensé que no podría escapar. En ese tenebroso estado de ánimo, escuché la voz del tentador que me hablaba. Sugirió que Dios me había abandonado, y por lo tanto, ¿por qué no abandonarlo a él? De inmediato, discerní la voz, invoqué las Escrituras y me aferré a Jesús. Prefiero morir antes que renunciar a mi Amado. Apolión, al ver mi condición debilitada, ahora me sugería que abandonara a mi Amado. Mi peso había bajado a un punto menor que el de mi esposa, pero aun así me aferraba a la misericordia de Dios y a la promesa:
Pacientemente esperé a Jehová,
Y se inclinó a mí, y oyó mi clamor.
(2) Y me hizo sacar del pozo de la desesperación, del lodo cenagoso;
Puso mis pies sobre peña, y enderezó mis pasos.
(3) Puso luego en mi boca cántico nuevo, alabanza a nuestro Dios.
Verán esto muchos, y temerán,
Y confiarán en Jehová. Salmos 40:1-3.
Tanto mi esposa como yo fuimos probados más allá de lo que pensamos podría ser posible, pero seguíamos enamorados del Hijo de Dios. Poco tiempo después de estos eventos, descubrimos el parásito y comenzamos el tratamiento apropiado para recuperar la salud. Cada día las cosas mejoraban y se hacían un poco más fácil. Aprendimos por experiencia que, si poseíamos algo en nuestro hogar que no honraba a Dios, tendríamos dificultades. Con oración, examinamos todo lo que teníamos y eliminamos todo lo que de alguna forma reflejaba el espíritu del mundo.
A pesar de que este tiempo era un desafío extremo, descubrimos que muchos elementos de escoria de nuestras vidas fueron quemados. Aunque el enemigo trató de apartarnos del camino de la verdad, nuestro amado Salvador hizo que nuestras circunstancias trabajaran juntas para bien.
Por cada día que tenemos paz ahora, sabemos que los ángeles de nuestro Padre celestial nos están protegiendo de peligros. Nuestras pruebas nos hicieron plenamente conscientes de esta amorosa protección. No damos estas cosas por sentadas como lo hicimos una vez.
Si hubiésemos previsto el camino ante nosotros y los conflictos que habría que soportar, nuestros corazones habrían desmayado en una angustia de espíritu. Misericordiosamente, fuimos sustentados durante estas pruebas de fuego sin saber lo que había delante de nosotros. Tomando un día a la vez, nos aferramos a nuestro querido Padre y a su Hijo, confiando, creyendo y deseando que, en el momento señalado, vendría la liberación.
Apollyón no desaprovechó esta ventaja, y ya no con dardos, sino cuerpo a cuerpo, le acometió, siendo tan terrible la embestida, que Cristiano perdió la espada. Ahora ya eres mío —dijo Apollyón, oprimiéndole tan fuertemente al decir esto, que casi le ahogó, en términos que Cristiano ya empezaba a desesperar de su vida; pero quiso Dios que, en el momento de dar el golpe de gracia, Cristiano, con sorprendente ligereza, asió la espada del suelo, y exclamó: —¡No te huelgues de mí, enemigo mío, porque aunque caigo he de levantarme! —y le dio una estocada mortal que le hizo ceder, como quien ha recibido el último golpe. Al verlo, Cristiano cobra nuevos bríos, acomete de nuevo, diciendo: —Antes en todas estas cosas somos más que vencedores por medio de Aquél que nos amó. — Apollyón abrió entonces sus alas de dragón, huyó apresuradamente, y Cristiano no le volvió a ver más por algún tiempo.
Durante este combate, nadie que no lo haya visto u oído, como yo, puede formar idea de cuan espantosos y horribles eran los gritos y bramidos de Apollyón, cuyo hablar era como el de un dragón y, por otra parte, cuán lastimeros eran los suspiros y gemidos que lanzaba Cristiano salidos del corazón. Larga fue la pelea, y, sin embargo, ni una sola vez vi en sus ojos una mirada agradable, hasta que hubo herido a Apollyón con su espada de dos filos; entonces sí, miró hacia arriba y se sonrió. ¡Ay! Fue éste el espectáculo más terrible que yo he visto jamás.
Concluida la pelea, Cristiano pensó en dar gracias a Aquél que le había librado de la boca del león, a Aquél que le auxilió contra Apollyón. Y puesto de rodillas, dijo:
Beelzebub se propuso mi ruina, mandando contra mí su mensajero a combatirme con furiosa inquina, y me hubiera vencido en trance fiero; mas me ayudó quien todo lo domina, y así pude ahuyentarle con mi acero: A mi Señor le debo la victoria, y gracias le tributo, loor y gloria. El progreso del peregrino, capítulo 9, p. 52.