Descubriendo la cruz - 8 - Tercera lección de Jesús sobre la cruz

Publicado Feb 19, 2013 por En El precioso mensaje de 1888

Jesús debió sentir la tremenda tentación derivada de su gran popularidad. ¿Cabalgaría sobre la cresta de la ola, hasta llegar a lo más alto en el pináculo nacional del prestigio e influencia?

¿O bien detendría ese movimiento popular mediante el anuncio solemne del sentido auténtico de su mensaje mesiánico: su próximo sacrificio en la cruz??No se trataba de ningún secreto misterioso, reservado al círculo íntimo de sus discípulos más allegados. En el momento más álgido de su ministerio, cuando “grandes multitudes iban con Jesús”, les hizo la valiente proclamación de la misma verdad probatoria. Lucas explica cómo eligió presentarlo; en los términos más claros y comprensibles, ante los oídos atónitos de la multitud:

“Grandes multitudes iban con Jesús, y volviéndose les dijo: ‘Si alguno viene a mí, y no me prefiere a su padre y a su madre, a su esposa y a sus hijos, a sus hermanos y hermanas, y aún a su propia vida, no puede ser mi discípulo. El que no carga su cruz y viene en pos de mí, no puede ser mi discípulo’” (Luc. 14:25 al 27).

Es como si les dijera: ‘Me alegra que me sigáis, pero ¿estáis seguros de que esa es la elección de vuestro corazón? Seré sincero con vosotros: Soy en verdad el Mesías, pero no el que la expectación y esperanza popular se imaginan. Me dirijo ciertamente al reino de los cielos, pero observad: mi camino discurre por la vía de la cruz. Si me seguís, es imprescindible que sigáis mi camino. En el futuro, muchos van a confundir a Cristo con el dios de este siglo. Quiero asegurarme de que sepáis distinguir al uno del otro’.

Libertad de elección para los oyentes

El tipo de predicación que da al oyente la ocasión de elegir en libertad, no es hoy frecuente. Pero Cristo no temía a las multitudes. Había predicado fielmente la verdad. Tan fielmente, de hecho, que su camino le estaba llevando inevitablemente hacia la muerte. ¿Por qué habría de temer entonces presentar la cruz a las multitudes, y emplazarlas ante una decisión? Sólo aquél que lleva él mismo la cruz puede invitar a otros a hacer lo mismo. ¿Qué necesidad tenía Cristo de recurrir a treta psicológica alguna? El camino de la cruz lo había librado de algo tan vano e inútil como eso.

Está claro que la decisión de aceptar el evangelio conlleva la decisión de aceptar la cruz. Y queda asimismo claro que sólo desde lo profundo del corazón puede tomarse una decisión tal. Eso descarta absolutamente todo lo que pueda parecerse a maniobras coercitivas, en la genuina y sagrada obra de ganar almas. La verdad, en la belleza de su sencillez, no necesita ningún tipo de adorno seductor a fin de hacerla atractiva para el corazón sincero.

De hecho, tales “ayudas” tienen por único efecto el ahuyentar al buscador sincero de la verdad, quien deja de oír la voz del verdadero Buen Pastor en los llamamientos impregnados del “yo”, propios del supuesto ganador de almas. Los subterfugios psicológicos y los llamamientos egocéntricos a “tomar una decisión” serán solamente herramienta para quien lo ignora todo sobre el poder de la cruz.

La razón por la cual la cruz “es poder de Dios para salvación”, es porque sólo el amor tiene verdadero poder de atracción. “Con amor eterno te he amado, por eso te atraje con bondad” (Jer. 31:3). George Mattheson, autor de la versión inglesa del bello himno “Amor que no me dejarás”, hizo el acertado comentario:

“Entiendo aquí la palabra ‘atraer’ como lo opuesto a ‘coaccionar’. Es como si dijese: ‘No te fuerzo, precisamente porque te amo. Deseo ganarte por amor’. El amor es incompatible con el ejercicio de la omnipotencia. La ley inexorable puede determinar la órbita de las estrellas, pero las estrellas no son un objeto del amor. El hombre sí lo es; por lo tanto, puede ser gobernado sólo por el amor, tal como el profeta lo expresa: por la atracción del amor. Nada puede resultar un trofeo del amor, excepto por el poder de atracción del amor. La omnipotencia puede someter por la fuerza, pero eso no es una conquista de amor, sino la evidencia de que el amor ha sido frustrado.

Es por ello que el Padre no nos compele a que acudamos a él. Quiere que nos atraiga la belleza de su santidad; por lo tanto, vela todo cuanto pudiera forzar la elección. Oculta las glorias del cielo. Disimula las puertas de perla y las calles de oro. No revela el mar de vidrio. Aparta del oído humano la música de los coros celestiales. Confina al firmamento la señal del Hijo del hombre. Silencia las campanadas de las horas en el reloj de la eternidad. Camina sigilosamente a fin de que el ruido de sus pisadas al aproximarse, jamás pueda conquistar por el miedo los corazones que debieran ser ganados por el amor” (Thoughts for Life's Journey, p. 70 y 71).

Cristo quiere ‘atraer’ con la cruz, más bien que ‘coaccionar’ con la corona

Los que se convierten por el poder de la cruz son aquéllos que respondieron a la atracción del Padre. En su misterioso proceso de atracción, no busca siervos “de palabra ni de lengua” (1 Juan 3:18), sino discípulos que sigan al Cordero “por dondequiera que va”. El poder de atracción está en la verdad, puesto que Cristo es la Verdad. Cuando la verdad resulta clarificada, el poder es invencible. Otra forma de decir lo mismo es que la verdad y el buscador de la verdad están hechos el uno para el otro, y una vez que se encuentran, nada logra separarlos.

Además, el recurso a técnicas psicológicas y emocionales con el objeto de forzar una “decisión” puede atraer a una clase de adherentes que no consta de discípulos, ni de seguidores del Cordero. Si la decisión está basada en el interés propio, no puede ser una decisión de fe. Y “todo lo que no procede de la fe, es pecado” (Rom. 14:23). En la confusión resultante, las verdaderas “ovejas” del Buen Pastor pueden resultar dispersadas, ya que “no siguen al extraño, antes huyen de él, porque no conocen la voz del extraño” (Juan 10:5). Esa puede ser una de las razones por las que tan pocos responden a las invitaciones del evangelio.?Poner una piedra de tropiezo ante los pies de uno de esos “pequeñitos” es ciertamente pecado. Pero Jesús dijo que “las ovejas lo siguen, porque reconocen su voz”. “Conozco mis ovejas, y las mías me conocen. Así como el Padre me conoce, yo conozco al Padre” (Juan 10:3, 4, 14 y 15). Esas “otras ovejas” del rebaño divino no necesitan que se las persuada a aceptar la verdad del evangelio. Cuando la verdad (dada a conocer por la voz de Cristo) se les presenta con claridad, ¡no hay poder en el cielo ni en la tierra que las disuada de seguir esa Voz!

El atractivo está en la verdad misma, puesto que la verdad y el amor son inseparables. Aquél que cree exponer doctrina correcta, pero no la presenta con amor, no puede estar presentando la verdad (Efe. 4:15).

El amor al yo y las relaciones familiares

Si las palabras de Cristo a las multitudes nos pareciesen algo duras, hemos de saber que no estaba proponiendo una actitud de aspereza, desprecio u odio hacia los seres queridos en el círculo de la familia. El significado bíblico del término original no es aborrecer (como algunas versiones traducen), sino preferir, o amar comparativamente menos (Luc. 14:25 al 27).

Podemos ver una ilustración de ello en la propia actitud de Jesús hacia su madre y sus parientes. Él amaba tiernamente a su madre, y hasta en su hora más desesperada sobre la cruz hizo provisión para las necesidades de ella. Fue el ejemplo perfecto en la devoción filial. Sin embargo, nunca permitió que ningún vínculo de su pequeña familia, por más íntimo que fuera, significara una merma en su devoción a todo miembro sufriente y necesitado de la gran familia humana.

En cierta ocasión, mientras ministraba a las multitudes, llegaron sus parientes: “Entonces la madre y los hermanos de Jesús vinieron a verlo, y no podían llegar a él por causa de la multitud. Y le avisaron: ‘Tu madre y tus hermanos están fuera, y quieren verte’. Él entonces respondió: ‘Mi madre y mis hermanos son los que oyen la Palabra de Dios, y la cumplen’” (Luc. 8:19 al 21).

No hay que ver en ello el más mínimo desprecio por los tiernos vínculos familiares, sino el reconocimiento de que tales afectos no deben resultar pervertidos mediante el descuido en amar a todos los miembros necesitados de la familia humana. Se trata de una profunda lección que muchos necesitamos comprender, puesto que de forma instintiva estamos inclinados a confinar nuestro amor al estrecho círculo de nuestros seres más íntimos y queridos.

El amor a la familia y el orgullo de parentesco pueden ser formas muy sutiles asumidas por el “viejo hombre”. Cuando Dios nos pide que hagamos algo o que vayamos a alguna parte, y nos negamos debido a que nos atan ciertos lazos de sangre, es porque el “viejo hombre” goza de una inmejorable salud. Cristo se entregó a fin de que todos pudiésemos oír su palabra y cumplirla (Luc. 8:21), y se espera que nosotros también tengamos la mente de Cristo. Pero cuando recibimos un llamamiento que implica dejar a padre, madre, hermano, hermana y otros seres queridos, para ir a tierras lejanas en servicio a Cristo, el “yo” suele protestar. Rara vez reparamos en que rechazar el deber equivale a rechazar la cruz.

Dedicado al servicio desde la niñez

Jesús “gustó” todo el sufrimiento y privación que un ser humano pueda conocer. Aunque muchos lo rechazaron, hubo algunos que dieron oído a la voz del Espíritu Santo, y fueron atraídos hacia él. Hubo también adoradores del “yo”, pertenecientes al reino de Satanás, que no respondieron a esa atracción. Finalmente todos demostrarán de qué lado están. A la postre, cada uno pronunciará sentencia sobre sí mismo. Habrá finalmente un juicio en el que cada uno de los perdidos entenderá claramente por qué quedó “fuera”. En aquel día final será presentada la cruz, como en una gigantesca pantalla, y toda mente antes cegada por el pecado, comprenderá su auténtico significado. Cuando los perdidos contemplen el Calvario con su Víctima misteriosa, los pecadores se condenarán a sí mismos. Cada uno comprenderá cuál fue su implicación y su elección final.?Si rehusamos el llamamiento a una labor ingrata en servicio al Señor, debido a nuestro amor por la familia, o a cualquier otra razón egoísta, no mereceremos una sentencia más favorable que si rechazamos la verdad bíblica por excusas similares. En ambos casos es la cruz lo que rechazamos, y no meramente el servicio o las doctrinas.

El costo de edificar un carácter

Al explicar la cruz a las multitudes, Jesús empleó tres ilustraciones:?(1) La primera señala la necesidad de medir el costo, antes de disponerse a edificar un carácter cristiano. El precio a pagar consiste precisamente en llevar la cruz:

“¿Quién de vosotros, queriendo edificar una torre, no se sienta primero a calcular los gastos, y ver si tiene lo que necesita para terminarla? No sea que después que haya puesto el fundamento, no pueda acabarla, y los que lo vean se burlen de él, diciendo: ‘Este hombre empezó a edificar, y no pudo terminar’” (Luc. 14:28 al 30).

Había algo decididamente atractivo en la predicación de Cristo. Tenía un poder subyugador. Pero Jesús sabía que esa misma circunstancia podía hacer que se excitara en algunos lo emotivo, de tal modo que iniciaran irreflexivamente la edificación del carácter con gran peligro de ser un motivo de afrenta, debido a lo inmadura de su decisión. El empuje irresistible de una devoción entusiasta será íntegramente necesario más adelante, una vez se haya medido el costo y se lo haya aceptado. Eso es así debido a que dicho costo es justamente la cruz.

Acepta primero el “costo”. Luego, permite al componente emocional que contribuya a la consecución de ese propósito. Comprende primero, dijo virtualmente Jesús, que la cruz en donde resulta crucificado el “yo” es el precio a pagar para la edificación de todo carácter cristiano genuino y duradero. La negligencia en calcular el costo de la sumisión a la cruz lleva al triste fracaso en alcanzar la altura apropiada en el desarrollo de un carácter a semejanza de Cristo. Una “torre” sin terminar puede solamente significar afrenta para el cielo, la burla y el desprecio para el mundo, y la dolorosa vergüenza y frustración para el edificador.

Cuán a menudo se ha reído el mundo de las inconsistencias de profesos seguidores del Cordero. Quizá el entusiasmo inicial hizo prever la edificación de un maravilloso edificio. Tras haber superado las primeras dificultades relativas a pecados flagrantes como la ebriedad, el tabaco, la sensualidad, etc, se da por sentado que la obra llegará a buen fin.

Pero aparecen entonces impedimentos que detienen el progreso. Cada vez van quedando menos “obreros” en la edificación de la “torre”, y el corazón queda como edificio inacabado plagado de deficiencias, con un aspecto impresentable. El orgullo, las explosiones de ira, la impaciencia, el egoísmo “piadoso”, el espíritu de crítica y chisme, la envidia y los celos constituyen todos ellos las ruinas de un carácter cuya edificación se detuvo. Y “los que lo vean se [burlarán] de él, diciendo: ‘Este hombre empezó a edificar, y no pudo terminar’”. Cristo resulta tristemente deshonrado en tal profeso seguidor.

El propio “edificador” puede perder ambos mundos si es negligente en medir el verdadero costo de la experiencia cristiana. La frustración es el resultado inevitable para aquél que empeñó sus recursos en un proyecto que se queda a mitad de camino. Pocos tendrán el valor de reconocer sin disimulos el fracaso en esa empresa de seguir a Cristo. Muchos más se conforman con vivir entre las ruinas del edificio, como esperando una provisión milagrosa en el futuro que por desgracia está abocada al mayor chasco, a menos que midamos el costo ahora y aquí, y estemos dispuestos a someternos al pago del precio requerido.

Cuando el edificio de un carácter semejante al de Cristo resulte completo, el mundo lo contemplará y se maravillará. No hay poder más eficaz para el cumplimiento de la comisión evangélica en el mundo, que el cumplimiento de esa obra en nuestros propios corazones.

Medir las fuerzas del enemigo

(2) La segunda ilustración escogida por Jesús es la de un enfrentamiento militar desigual:?“¿Qué rey, teniendo que ir a la guerra contra otro rey, no considera primero si puede enfrentar con diez mil al que viene contra él con veinte mil? Y si no puede, cuando el otro está aún lejos, le envía una embajada y le pide las condiciones de paz. Así, cualquiera de vosotros que no renuncia a todo lo que posee, no puede ser mi discípulo” (Luc. 14:31 al 33).

¡Solemne!?La naturaleza humana comprende la futilidad de un rey que busque guerrear contra un ejército mucho más poderoso que el suyo. El rey sensato enviará embajadores para llegar al mejor acuerdo posible, salvar cuanto le sea posible del país, y abandonar el resto. El invasor dicta los términos que va a imponer y establece las nuevas fronteras. De una parte, se establece el nuevo reino; de la otra, el rey sojuzgado queda junto a sus atemorizados súbditos, tratando vanamente de conservar la gloria y el poder de antaño, mientras que su independencia desapareció.?Jesús ilustra aquí las solemnes verdades de la cruz. Efectivamente, dijo: ‘No subestiméis el poderío del enemigo con quien debéis contender, es decir, el “viejo hombre”, el “yo”. Si vuestra voluntad de crucificar el yo es la mitad de la voluntad que tiene el “viejo hombre” de vivir, acabaréis recurriendo a buscar una tregua. Mejor es tener el valor de crucificarlo todo, y vencer así al enemigo. Sed verdaderamente mis discípulos, y alegraos en vuestra libertad y victoria’.

¡Cuántos hay que firman una tregua con el enemigo!

El corazón se halla entonces dividido por una línea fronteriza. La asistencia a los servicios de adoración, la entrega de los diezmos y ofrendas, y la participación en alguna actividad de benevolencia cristiana intentan proporcionar la sensación de haber cumplido con la fidelidad requerida. La frontera separa el reino del “viejo hombre” del de su títere. En una parte mora el “viejo hombre”, y en la otra el cristiano comprometido. De vez en cuando hay roces y altercados fronterizos, pues se trata de algo así como una frontera militarizada. No hay reposo para el alma. Y es que, a menos que uno esté dispuesto a arriesgarlo todo, alistándose del lado de Cristo con corazón indiviso, está de hecho en el lado del enemigo.

La ilustración de Jesús muestra de forma precisa la condición tibia de Laodicea. Se trata de una situación que no se puede equiparar a la vida radiante, ni tampoco a la muerte. Es una situación de la más patética debilidad. Ni caliente, ni fría, sino tibia.

No podemos permanecer por siempre en esa situación de tibieza

Antes o después habremos de afrontar la realidad. Estamos ante la bifurcación del camino. Hemos de elegir una de las dos direcciones: una significa el regreso a Egipto y a la apostasía; la otra conduce, por la senda de la cruz, a los luminosos valles de la Canaán celestial y a la victoria eterna. ¿Cuál vamos a elegir?

La paciencia y el mal llamado equilibrio, pueden no ser lo pertinente en un tiempo de crisis. La primera degenera fácilmente en cobardía; y el segundo, expresándose en la tibieza, chasquea a nuestro Salvador. El amor que lo impulsó a la cruz, nada sabía del tibio “equilibrio”. Dijo: “El celo de tu casa me consume” (Juan 2:17). Peter Marshall oró así: “Sálvanos de ese tipo de paciencia que no se distingue de la cobardía. Danos el valor para ser fríos o calientes, para tenernos en pie por alguna cosa; o de lo contrario, cualquier cosa nos hará caer”.

Un elemento valioso e ignorado

(3) La tercera ilustración que Jesús proporcionó sobre la cruz es sorprendente en su simplicidad:

“Buena es la sal, pero si pierde su sabor, ¿con qué se sazonará? Ya no sirve para la tierra, ni para el estercolero, sino que la arrojan fuera” (Luc. 14:34,35).?El cristianismo es bueno. Pero si el cristianismo pierde el principio de la cruz, ¿para que sirve? Sólo para aquello que le está sucediendo en tantos lugares en el mundo: No es objeto de execración, no se lo persigue ni se le opone violencia; tampoco se lo valora como el vital agente preservador que debiera ser; simplemente se lo ignora, se lo menosprecia, lo “arrojan fuera”.

Esa buena gente que compone la iglesia de Jesús es verdaderamente la sal de la tierra. Pero es necesario que esa sal, con su poder preservador, actúe como lo que es. La podredumbre moral corromperá el mundo entero a menos que el pueblo de Dios sea sal que no ha perdido su sabor. ¡La predicación y práctica del principio de la cruz son necesidades imperiosas para el mundo!

Jesús advirtió solemnemente a sus escogidos del peligro de que pasara desapercibida cierta falta oculta en su obra para el mundo. A la vista y al tacto, las grandes montañas de sal pueden parecer bellas y genuinas. Muchas almas resultan impresionadas por el maravilloso potencial de una tan abundante “sal” para satisfacer al corazón necesitado. Pero el incremento del volumen y el peso de esa sal no son indicativos de un aumento proporcional en su salinidad. Los incrementos estadísticos y numéricos no hacen necesariamente de la iglesia la “sal de la tierra”. Tonelada sobre tonelada de sal que perdió su sabor, no alcanza ni de lejos el valor de una simple taza de sal verdadera.

En el mundo de Jesús, hace dos milenios, nada se sabía de frigoríficos, ni de técnicas de preservación por el hielo. Se empleaba la sal como método de conservación de la carne y el pescado. Un cargamento conservado en sal de deficiente salinidad, se corrompía sin remedio.

El proceso de progresiva corrupción moral y espiritual que caracteriza nuestro mundo hoy, es evidencia de algo que cada uno puede interpretar por sí mismo. Son terribles las limpiezas étnicas y los genocidios. El crimen, la incursión de la infidelidad matrimonial, la corrupción de la moralidad, la rápida degeneración de la vitalidad física y mental, todas ellas son evidencia de que nuestro pecaminoso mundo se está corrompiendo como la mercancía transportada en deficientes condiciones, camino del mercado.

Nunca fue el plan de Dios que el mundo se corrompiera por falta de auténtica sal de calidad. No responde a su propósito el que la obra de sus seguidores llegara a adquirir una dificultad tal en estos últimos días. El conflicto final entre Cristo y Satanás se habría podido producir sin la necesidad de que los valores morales y espirituales degenerasen hasta el punto en que multitudes perdieran la capacidad de comprender el evangelio suficientemente como para aceptarlo o rechazarlo de forma inteligente.

En su amor y misericordia, Dios dispone que su último mensaje al mundo sea objeto de profunda y libre consideración para una población mundial capaz de su aceptación o rechazo inteligentes. Por su providencia, su pueblo se encuentra esparcido por todo el mundo, entre muchas naciones, tribus, lenguas y pueblos. Si vive los principios de la cruz, y proclama su mensaje, será como aquella sal de efecto conservante, para una sociedad que de otro modo se hundiría en la más desesperada degradación. Podemos cobrar ánimo. El mundo oirá ciertamente el mensaje de la cruz, cuando éste sea presentado en la pureza de su verdad. Incluso el hecho obvio de que la predicación sea hoy despreciada en alto grado, puede resultar causa de ánimo, pues en realidad no es genuino cristianismo lo que el mundo ignora de ese modo, sino solamente la imitación del mismo, carente de la cruz. A la auténtica sal nunca se la “echa fuera”. O se la acepta con entusiasmo, o se la rechaza con odio.

Así sucedió en los días de Cristo y sus apóstoles; y así seguirá siendo hasta el final de la historia.?Jesús concluyó así aquel sermón a las multitudes:?¡El que tenga oídos para oír, oiga”