Descubriendo la cruz - 7 - La inesperada reaparición del viejo hombre

Publicado Feb 19, 2013 por En El precioso mensaje de 1888

Si es que Cristo no murió en vano, sus seguidores habrán de brillar en las tinieblas de este mundo, como estrellas en la oscuridad del firmamento. Estarán libres de la maldición del egoísmo.

Pero al mirar lo que nos rodea, y al mirarnos a nosotros mismos, comprobamos frecuentemente que el pecado es “vencido” en niveles inferiores, sólo para reaparecer en los superiores. Vuelve a florecer el egoísmo; disfrazado y refinado, pero no menos perverso. Las patéticas pretensiones de “santos” que olvidaron que eran pecadores, han venido a ser un escándalo y reproche, y significan mucho de lo que el mundo da por “cristianismo”. ¿Verdad que no es difícil imaginar la embarazosa situación en la que debe verse a menudo Cristo?

La solución a ese problema la encontramos en la clara enseñanza de Jesús acerca de la cruz: “Decía a todos: ‘Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día, y sígame’” (Luc. 9:23). La razón por la que Cristo nos dice que tomemos nuestra cruz cada día es porque el “viejo hombre” que fue crucificado ayer, reaparece hoy en una nueva forma. Su verdadera identidad nunca es plenamente aprehendida por el creyente sincero.

Lo que hoy percibimos como el “yo”, puede ser correcto, y nuestra experiencia de renunciar a él y crucificarlo puede ser hoy genuina. Pero cada una de las victorias sucesivas es una batalla superada; no es la guerra misma. El “viejo hombre” reaparece diariamente con un disfraz más sutil e inesperado, en una forma más elevada. De ahí la necesidad de tomar la cruz cada día, tal como Jesús dijo.

¿Podemos llegar a no tener que tomar la cruz?

Si respondemos afirmativamente, nos hacemos mejores que Jesús mismo, ya que él tuvo que luchar la batalla cada día de su vida. “No busco mi voluntad”, dijo a propósito de su conflicto diario, “sino la voluntad del que me envió” (Juan 5:30). Jesús nunca nos pediría que lo siguiéramos tomando nuestra cruz cada día, a menos que él también la tomase diariamente. “El discípulo no es más que su maestro, ni el siervo más que su señor” (Mat. 10:24).

No es sólo en esta vida que habremos de llevar diariamente nuestra cruz. Incluso en la eternidad, el principio de la renunciación, simbolizado por la cruz, motivará la conducta de los redimidos, y esa cruz será ciertamente su estudio por las edades sin fin. El libro de Apocalipsis expone que, cuando ya no haya más pecado, Cristo seguirá ostentando su título como el Crucificado: el “Cordero”. Él es el templo en la nueva Jerusalem, y procediendo del trono del Cordero, mana ese río de agua de vida. El trono de Dios es el trono del Cordero (Apoc. 21:22; 22: 1 y 3). El amor que tan ampliamente se demostró en la cruz, será por siempre reconocido como el principio del gobierno de Dios, y fluirá hacia todo el universo en incesantes rayos de luz, vida y felicidad.

Ese amor desprovisto de egoísmo que manifestó Cristo en la cruz, morará en cada corazón, y esa es la razón por la que el pecado no volverá jamás a surgir. Si el amor al yo volviese a surgir en algún corazón de los habitantes del universo, la esencia misma del pecado estaría allí de nuevo, y habría de repetirse la triste guerra universal. Gracias a Dios, eso nunca sucederá. “La tribulación no se levantará dos veces” (Nahum 1:9). Llevando ahora nuestra cruz cada día, comenzamos a vivir ese principio supremo de vida eterna. En realidad, la vida eterna comienza ahora.

El "viejo hombre" asume nuevas formas

Puesto que la orden de Jesús de tomar nuestra cruz cada día es necesaria debido a la resurrección diaria del “viejo hombre”, haremos bien en prestar atención a las nuevas formas en las que éste vuelve a aparecer día a día.

El “viejo hombre” puede ser un “yo” culto, educado, refinado y honorable.

Puede tener excelentes gustos en arte, literatura y música, y moverse en los círculos más selectos. Pero no hay ninguna diferencia entre lo que concebimos como el reprobable “viejo hombre” y ese cultivado y orgulloso ego, excepto que el segundo es mucho más difícil de subyugar y someter a la cruz.

El “viejo hombre” puede estar dedicado a las buenas obras en su familia o comunidad.

Puede ostentar responsabilidades administrativas, figurar en clubes altruistas, estar dedicado a toda clase de buenas obras, mientras que deja de apreciar la mejor obra. Los políticos hacen muchas cosas buenas, y entre ellos hay muchos buenos hombres y mujeres. Pero cuán a menudo el aprecio de las personas es el ansiado fin, y el orgullo viene a ser la recompensa de sus labores. Triunfa el “viejo hombre”.

La forma más sutil que asume el “viejo hombre” es la religiosa. El orgulloso y pecaminoso ego encuentra su expresión en oraciones pías, exhortaciones y predicaciones. El orgullo espiritual no hace más que acrecentarse a consecuencia de los sacrificios llevados a cabo por el yo.

De hecho, nadie hay tan expuesto a la sutil resurrección del “viejo hombre” como el ministro del evangelio. El desempeño de sus tareas, hasta incluso el así llamado evangelismo, pueden transformarse en las más mortíferas trampas que aparten realmente de las huellas de Cristo, en caso de no someterse diariamente al principio de la cruz

Toda la obra hecha en el “yo” tiene un significado siniestro, ya que es la pecaminosa expresión del egoísmo del “viejo hombre”.

Esa es la razón por la que el Señor Jesús se verá obligado a revelar trágicos y monumentales engaños en el día postrero: “En aquel día muchos me dirán: ‘Señor, Señor, ¿no profetizamos en tu nombre, y en tu nombre echamos demonios, y en tu nombre hicimos muchos milagros?’ Entonces les diré: '¡Nunca os conocí! ¡Apartaos de mí, obradores de maldad!’” (Mat. 7:22 y 23). Obraron maldad debido a que fue el yo quien obraba.

Todo cuanto puede hacer el yo: el pecado que lleva a la muerte

Dado que el mensaje de la cruz es “poder de Dios” (1 Cor. 1:18), toda predicación que niegue el principio de la cruz no puede ser otra cosa más que un intento de irrupción por parte de Satanás, mediante el “viejo hombre” como su agente. Cuando es el yo quien obra, el “viejo hombre” se siente seguro de que lo ha estado realizando en el nombre de Jesús, lo que explica la perplejidad de los “muchos” que creyeron haber hecho todas aquellas buenas cosas “en tu nombre” (de Jesús).

Esos muchos a quienes el Señor niegue para siempre conocer en el día postrero, constituyen un grupo digno de lástima. ¡Se sintieron siempre tan seguros de estar sirviendo a Cristo! Alabaron prestamente al Señor por las maravillas realizadas, sin apercibirse de que su confianza estaba basada en los resultados que ellos creyeron ver. Vieron su obra en lugar de ver a Cristo. El “viejo hombre” actúa por vista, no por fe.

De buen grado alabaron al Señor por la maravillosa obra que realizaron, pero no discernieron el orgullo escondido en su acariciado sentimiento de que el Señor tuvo la fortuna de poder disponer de ellos para la realización de su obra. El engaño reviste en ocasiones un carácter tan cruel, que hasta “los mismos escogidos” resultan penosamente tentados.

Jesús sabía de esa sutil tentación cuando previno amorosamente a los discípulos contra el insidioso orgullo de la obra espiritual. Cuando “los setenta volvieron con gozo, diciendo: ‘Señor, ¡hasta los demonios se nos sujetan en tu Nombre!’” (Luc. 10:17), la mente de Jesús fue rápidamente hasta el pecado original en el corazón de Lucifer, cuando éste era un ministro en el cielo, un “querubín cubridor”. Comprendió inmediatamente con qué facilidad la excitación producida por el gran éxito de los discípulos podía convertirse en el orgullo de Lucifer. “Les dijo: ‘Yo veía a Satanás, que caía del cielo como un rayo... no os alegréis de que los espíritus se os sujeten, antes alegraos de que vuestro nombre está escrito en el cielo’” (Luc. 10:18 al 10). Si los pastores, evangelistas, obispos y otros responsables en la iglesia prestasen mayor atención a las palabras de Jesús, ¡cuántos obreros sinceros no resultarían capacitados para vencer la engañosa seducción del orgullo ministerial!

Pablo, consciente de ese peligro

Así lo muestra su convicción de que el confeso fracaso de la “obra” de alguien, antes del día final, permitirá que “él mismo [sea] salvo, como quien escapa del fuego” (1 Cor. 3:15). Sólo mediante la experiencia de humillar el corazón ante Dios, puede uno resultar capacitado para edificar sobre fundamento de “oro, plata [y] piedras preciosas”, que resista el “fuego” del juicio (vers. 12 y 13).

Todo fundamento que no sea Jesucristo, resultará ser madera, heno y hojarasca (vers. 12). Dijo George MacDonald: “Nada salva tanto a un hombre como el que se queme su obra, excepto si tal obra fue realizada de modo que resista el fuego” (Unspoken Sermons, p. 147).

? Al “viejo hombre” le resulta muy natural codiciar los honores que derivan del servicio religioso, especialmente en el seno de una comunidad que profese ser “el Israel espiritual”. En un ambiente tal, la procura de la fama y honor mundanales se considera ya “crucificada”, no quedando resquicio alguno para gratificar el deseo

humano de preeminencia, en el sentido profano, terrenal. Entonces, si el “viejo hombre” no es crucificado cada día, sus deseos de notoriedad resultan sublimados en un anhelo por convertirse en un dirigente reverenciado en el ámbito de su comunidad religiosa. Cuanto más prestigio y esplendor posea la iglesia, más expuestos resultan sus “profetas” a caer en la engañosa trampa de las modernas formas de adoración a Baal: la adoración al yo, disfrazada de adoración a Cristo.

La engañosa sutilidad del polimorfo “viejo hombre”

            ?  Otra manifestación que es capaz de asumir el “viejo hombre” consiste en la confianza adquirida al experimentar un sentimiento de glorioso éxtasis, algo percibido como el impulso milagroso de algo sobrenatural obrando en y por nosotros.

            ?  Pocas tentaciones pueden ser más seductoras que la de considerar los milagros como prueba de la bendición de Dios. ¡Cómo podría el “viejo hombre” estar implicado en una manifestación milagrosa! La negación de ese poder milagroso, ¿acaso no sería una negación de Dios? No necesariamente. ?El obrar milagros no está fuera del alcance de Lucifer. “Y no es de extrañar, porque el mismo Satanás se disfraza de ángel de luz” (2 Cor. 11:14). ¿Nos parece estar en condiciones de distinguir sin posibilidad de errar entre la obra genuina del Espíritu Santo y la de ese “ángel de luz”? “El que piensa estar firme, mire no caiga” (1 Cor. 10:12). Nuestro Salvador nos hace la amorosa advertencia: “Se levantarán falsos Cristos y falsos profetas, y harán grandes señales y prodigios, para engañar, si fuera posible, aún a los elegidos” (Mat. 24:24).

            ?  Las respuestas a las oraciones pueden parecer evidencia tan incontrovertible del favor especial de Dios hacia nosotros, que nos impidan darnos cuenta de hasta qué punto el “hombre viejo” se está nutriendo del orgullo que

parece elevarnos por encima de los demás. El citar nombres de personas ilustres e influyentes de este mundo suele ser un ejemplo frecuente de ejercicio del orgullo, que nos eleva –creemos– por encima de los pobres ignorantes que desconocen a tales personalidades, y que quedan hundidos en la triste envidia.

? El orgullo en las respuestas a las oraciones puede surgir de nuestra creencia, similar a la de los fariseos en su día, de que somos favoritos del cielo; de que somos mejores que la gran masa de la humanidad, a quien creemos privada del honor de esas demostraciones milagrosas. No es fácil discernir el papel que jugó el yo en esa “gloriosa” experiencia.

La cruz como criterio en el juicio final

Observemos nuevamente ese patético grupo de personas que en el juicio se mostrará chasqueado y se quejará así: “Señor, Señor, ¿no profetizamos en tu nombre, y en tu nombre echamos demonios, y en tu nombre hicimos muchos milagros?” Es indudable que siempre asumieron que sus obras fueron hechas en respuesta a sus oraciones elevadas en nombre de Cristo. Oraron, y recibieron evidencia innegable y explícita ante cualquier observador. Pero está claro que quien respondió a sus oraciones no fue en absoluto Cristo, pues finalmente se ve obligado a pronunciar las tristes palabras: “Nunca os conocí” (Mat. 7:22 y 23).

Alguien los conoció, puesto que se trata de hechos milagrosos en respuesta a sus oraciones. Si Jesús declara que no fue él quien los conoció, ¿de quién pudo tratarse??Sabemos bien que Satanás tiene el poder para aparecer como un “ángel de luz”, como un “falso Cristo” que realiza “grandes señales y prodigios”. Parecería realmente estar en conexión con el cielo, de tal manera que hasta hace “descender fuego del cielo a la tierra ante los hombres”. Pero su verdadero carácter permanece oculto bajo esos milagros. El apóstol Juan añade que mediante las señales que se le permite realizar, “engaña a los habitantes de la tierra” (Apoc. 13:13 y

14). Por lo tanto, los milagros no son prueba de una experiencia genuinamente cristiana.

? Ningún tributo rendido al “hombre viejo” puede resultar tan difícil de reconocer como una experiencia gloriosa y arrobadora, la sensación sublime de hallarse bajo la acción de un impulso sobrenatural. Pero las señales y maravillas se están convirtiendo cada vez más en moneda corriente en las manifestaciones del falso “cristo”, o forma moderna de Baal.

Si al yo del “viejo hombre” le es posible florecer en el ministerio mismo de la predicación, tanto más le es dado a Baal el bendecir y prosperar la obra de sus profetas. El “cristo” de nuestros sentimientos, de nuestras emociones, no es infalible. Pero el Cristo de la Biblia, el de la cruz, el Cristo que es la Verdad, es infalible. ¡Jamás hay que confundirlos!

La última tentación oculta el engaño de hacer lo recto por el motivo errado.

T.S. Eliot, Murder in the Cathedral

Cristo, o Satanás. Uno u otro será a la postre el objeto de la devoción de cada corazón. En la gran crisis que se avecina no existe nada parecido al terreno neutral. Puesto que Satanás sabe bien que muy pocos escogerían servirle de forma voluntaria y consciente, recurre a la sofistería de hacer creer que la adoración al yo constituye la adoración a Cristo. Es precisamente la devoción del hombre al yo la que permite a Satanás reclamarlo como su pertenencia, como alguien que eligió adherirse a sus principios. Tal es la esencia y genio del “anticristo”.

Se pertrecha astutamente para la fase final del gran conflicto, esperando engullir en sus filas a las multitudes, incluyendo si fuera posible a los “elegidos” mediante la avenida del servicio al yo, bajo la apariencia de servicio a Cristo. Muchos habrá que dejen de discernir que el motivo de su servicio fue, o bien el deseo de recompensa o reconocimiento, o el temor al castigo. Como sucede con las masas volubles en los avatares cambiantes que acompañan a las guerras, estuvieron prestos a entregarse a quien les ofreciese la situación más ventajosa, el poder y la influencia, al margen de una genuina apreciación del carácter de Cristo.

? El “viejo hombre” estará siempre dispuesto a ponerse de parte de quien posee el dominio y la influencia.

Pero Cristo nunca aceptará un servicio tal, basado en la fuerza

Es necesario, por consiguiente, que cada alma sea probada a fin de revelar cuál es el objeto de la profunda devoción de su corazón. La prueba consiste en la forma en la que uno responde al camino de la cruz. Es una prueba que sigue día tras día.

Cuando uno está enfermo o lesionado, los cuidados médicos sabiamente aplicados pueden implicar a veces experiencias dolorosas. Pero nadie en su sano juicio rechazaría ese dolor que es necesario para el proceso de restauración de la salud. El camino de la cruz es también una experiencia sanadora. El “engaño del pecado” puede hacer aparecer el llevar la cruz como algo desagradable, pero cuando uno es rescatado “de una fosa mortal, del lodo cenagoso”, y le son afirmados los “pies sobre la Roca” (Sal. 40:1 y 2), el gozo sucede al dolor tan seguramente como el día sucede a la noche. La Roca es Cristo, y el lodo cenagoso es la confusión constante de ser dominado por el “hombre viejo” del yo y la sensualidad. ¿Estás fatigado a causa de tus temores, de tu ansiedad asfixiante, de la envidia que no puedes evitar sentir hacia los demás, de tu sensación de inseguridad, de tu búsqueda inevitable de la vanidad?

Permite que tus pies se afirmen sobre esa sólida Roca en la que se sostiene la cruz. Tu tristeza se volverá en gozo, y exclamarás: “Puso en mi boca canción nueva, alabanza a nuestro Dios” (vers. 3).

El Señor es mi luz. Mi corazón en él confía. De noche y de día me acompaña su presencia. Me salva del gran dolor, me salva del pecado. Bendita paz que el Espíritu trae al alma.

James Nicholson