Descubriendo la cruz - 6 - ¿Quién es el viejo hombre crucificado con Cristo?

Publicado Feb 19, 2013 por En El precioso mensaje de 1888

Una maravillosa joven cristiana enfermó de repente, quedando ciega. Estaba en su lecho del dolor, intentando discernir el significado de su tragedia, cuando su bien intencionado pastor la llamó para confortarla.

‘Querida hermana, ¡Dios le ha dado esta cruz!’ –le dijo.?¿Cómo te sentirías si alguien te dijera que algún infortunio que te haya sobrevenido sea precisamente tu cruz? Quizá te sentirías tentado a manifestar resentimiento contra Dios por haber interferido de ese modo en tus planes y en tu vida. Nadie en su sano juicio elegiría de forma voluntaria los dolores que comúnmente afligen a la humanidad, y que tan a menudo hemos supuesto que constituyen nuestra cruz. La cruz que el Salvador nos invita a tomar ha de llevarse voluntariamente, como sucedió con la que él mismo tomó. Nadie elegiría ser ciego, cojo, parapléjico ni pobre. Aunque, desde luego, es bueno sobrellevar tales circunstancias con buen ánimo, esa paciencia y resignación no alcanzan al cumplimiento del principio de la cruz, tal como Jesús lo enseñó.?Más que cualquier otro de los apóstoles de Cristo, Pablo reconoció el tremendo impacto de la cruz en la naturaleza humana. No sólo había sido bien instruido en el pensar judío, sino que era igualmente conocedor de los grandes conceptos filosóficos griegos. La sorprendente idea de la cruz afectaba de forma diversa a judíos y griegos. Para los unos era “tropiezo”, y para los otros “necedad” (1 Cor. 1:23).

Hoy no es mejor recibida

No es maravilla que los griegos vieran la cruz como “necedad”, desprovistos como estaban de esa luz que los judíos debieron haberles proporcionado. Los griegos tenían una palabra para el “yo”: ego. Pero no tenían la menor idea en cuanto a qué hacer con el egoísmo. Cuando Pablo irrumpió manifestando que el “yo” debía ser crucificado, para ellos era sencillamente un sin-sentido.

Por otra parte, la idea de la cruz era repugnante para los judíos debido a que ignoraban ciegamente –y de forma inexcusable– la naturaleza de la psicología humana. Si hubiesen prestado atención al significado de los servicios de su propio santuario, habrían reconocido en la expiación de Cristo la perfecta respuesta a las necesidades universales de la naturaleza humana. Pero al respecto, su ignorancia era patética.

Familiarizado como estaba con la filosofía griega, Pablo tuvo ocasión de constatar que “los hijos de este siglo [los griegos] son más astutos con sus semejantes que los hijos de luz” (Luc. 16:8) por cuanto en el fondo reconocían que la naturaleza humana necesitaba algo que ninguna de las religiones del mundo antiguo era capaz de proveer. “Los griegos buscan sabiduría”, dijo Pablo (1 Cor. 1:22). Ahora bien, Pablo sabía que en el principio de la cruz radicaba la sabiduría que ellos buscaban en vano, y que la inconsciente reprensión de la naturaleza humana había oscurecido.

Pablo expone el significado de la cruz

Nada hay en el Nuevo Testamento que pretenda ser una presentación sistemática y exhaustiva de la enseñanza de Pablo sobre la cruz a su audiencia en Asia Menor. Todo cuanto tenemos es una buena colección de cartas, aunque ninguna de ellas contiene lo que podríamos definir como una transcripción de esas ideas mediante las cuales se había “trastornado el mundo entero” (Hech. 17:6). Lo que podemos encontrar en esas cartas son las evidencias y los conceptos dinámicos que marcaron una gran división en la historia. Brilla con claridad la idea vívida de la cruz como única manera de cambiar la conducta humana egoísta. Podemos ver sus exposiciones más claras en las epístolas a las iglesias en Roma y Galacia:

“¿No sabéis que todos los que hemos sido bautizados en Cristo Jesús, hemos sido bautizados en su muerte? Porque fuimos sepultados junto con él para muerte por medio del bautismo, a fin de que como Cristo resucitó de los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en nueva vida... Sabiendo que nuestro viejo hombre fue crucificado junto con él, para que el cuerpo del pecado sea destruido, a fin de que no seamos más esclavos del pecado. Porque el que ha muerto, queda libre del pecado” (Rom. 6:3 al 7).

“Porque por la ley he muerto a la ley, a fin de vivir para Dios. Con Cristo estoy crucificado, y ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí” (Gál. 2:19 y 20).?¿Quién es en realidad esa extraña figura: “nuestro viejo hombre”? ¿Es Satanás? Difícilmente, puesto que nunca accedería a estar crucificado junto a Cristo, ni Dios lo forzaría a tal cosa.

¿Es nuestra “naturaleza humana”? Pablo empleó también otro término para referirse a ella: “carne de pecado” (Rom. 8:3). Por supuesto, nada hay de pecaminoso en la carne, físicamente hablando, en el sentido de cuerpo. “Carne pecaminosa” es similar a “naturaleza pecaminosa”. No son en sí mismas pecado. Al ceder a sus clamores, entonces desarrollamos la “mente de pecado”.

Pero la idea de Pablo sobre el “viejo hombre” va más allá de lo que significa nuestra “naturaleza pecaminosa”. Él no se refiere simplemente a la maldad que aflora al exterior. Podría bien tratarse también de lo que tenemos por bueno, siendo que carecemos de una comprensión correcta de nuestra condición espiritual. Es muy fácil la confusión, y la tentación a pensar que hay en nosotros una parte buena –que no necesita ser crucificada–, cuando en realidad nuestra completa naturaleza está impregnada del amor al yo. El resultado de caer en esa confusión es la jactancia de hoy, por suponer que la “naturaleza pecaminosa” está crucificada, y la sorpresa de mañana, al constatar que el “viejo hombre” está perfectamente vivo, asomándose sin cesar por entre las cortinas de la fachada del yo.

La raíz de nuestro problema

Podría superficialmente pensarse que, puesto que nuestra “naturaleza pecaminosa” se revela en actos pecaminosos externos, la necesaria crucifixión del “viejo hombre” debería consistir en la mortificación de esos actos de pecado. Pero Jesús enseñó que es el mal pensamiento o deseo acariciado, no meramente el acto externo, lo que constituye el pecado. El odio consentido en el corazón, incluso en ausencia de cualquier acto violento, es homicidio (1 Juan 3:15). La naturaleza pecaminosa tiene su base en el amor al yo. Es lo que David expresó en el Salmo 51:5: “En maldad nací yo, y en pecado me concibió mi madre”.

Por lo tanto, pecado no es sólo aquello que hacemos, sino aquello que somos. Correctamente comprendido, es “transgresión de la ley” (1 Juan 3:4), o más exactamente, anomia, es decir, odio o aversión hacia la ley y por lo tanto hacia Dios. Abarca mucho más que los meros actos externos. El primer pecado tuvo lugar cuando el “yo” resultó acariciado en el corazón de Lucifer. El último pecado que el hombre debe vencer es precisamente ese mismo.

En la búsqueda del concepto de “viejo hombre”, nos encontramos con otro término que hay que comprender: ¿En qué consiste el “cuerpo del pecado” que resulta deshecho al ser crucificado el “viejo hombre”? ¿Es lo mismo que el cuerpo pecaminoso?

Sabemos que las demandas físicas de nuestro cuerpo se pueden manifestar en actos de pecado. ¿Significa eso que los deseos del cuerpo –o bien los instintos– son en sí mismos pecado? A fin de deshacer el “cuerpo del pecado”, ¿debemos reprimir continuamente los deseos de nuestro cuerpo?

El “cuerpo del pecado” no es nuestro cuerpo físico, sino la raíz o fuente del pecado, de la misma forma en que el “cuerpo” de este libro es el texto contenido entre las dos tapas. La entidad del “viejo hombre” es de tal magnitud, que una vez crucificado, el “cuerpo del pecado” en el que se origina, resulta destruido.

¿Quién es el “viejo hombre” crucificado con Cristo?

Pablo mismo responde esa pregunta. En Romanos, el “viejo hombre” es crucificado con Cristo. En Gálatas, lo que está crucificado con Cristo es el “yo”. Por lo tanto, el “viejo hombre” es sencillamente el “yo”, el ego. El yo pecaminoso.

La verdad resultaba tan simple y clara para Pablo, como la luz del sol: El amor al yo es el origen de todo pecado; y el yo no puede manejarse con medidas como castigo o reprimenda, y menos aún ignorándolo. Debe ser crucificado.

A partir de ahí, hay solución para el problema del pecado, pues al atacar a su mismo origen –“cuerpo del pecado”–, lo vencemos desde su base. Si le cortas las raíces, el árbol muere. “El que ha muerto, queda libre del pecado” (Rom. 6:7). Si se lo comprende y acepta, el principio de la cruz resolvería los conflictos de la mente del hombre en nuestro mundo moderno, tanto como en el mundo griego de los días de Pablo.

¿Cómo resulta crucificado el yo?

Ese concepto habría resultado algo remoto e inalcanzable, de no ser por la lección ejemplar provista para mostrar cómo lograrlo. La cruz de Cristo es esa demostración. El yo no puede ser jamás crucificado por uno mismo; ha de ser crucificado con Cristo.

De hecho, el sacrificio del yo con Cristo resulta para el corazón del que cree algo tan natural como el dar las gracias a alguien que nos hace un favor. El camino de la cruz no es difícil, en la medida en que contemplamos al Cordero de Dios en su cruz. Ver a Cristo crucificado, comprender su significado, hace que el yo sea crucificado con él. “Cuando yo sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí” (Juan 12:32).

Por lo tanto, la estrategia favorita de Satanás es rodear la cruz de Cristo de una confusión tal que dejemos de comprender lo que allí pasó. Una vez logrado eso, tiene libertad para hacernos creer que es imposible que llevemos nuestra cruz: ‘¡Qué absurda idea, la de la cruz, en un mundo de competitividad como el actual! ¿Cómo vas a crucificar el yo? Nada puedes hacer, excepto rendirte a la popular y universal idea del amor al yo. ¡Afirma tu ego! ¡Avanza! ¡Pisa a los demás, si es necesario!’ El enemigo nos bombardea a diario de ese modo.

Si la cruz de Cristo queda oculta, Satanás triunfa. Sin una visión clara de Cristo crucificado, nada podemos hacer, excepto sucumbir al amor del yo.?Pero permitamos que la cruz emerja deshaciendo la bruma, y se vuelve “poder de Dios” (1 Cor. 1:18) para todo el que la aprecie en su valor.

La verdad en su claridad

Dios no lucha contra el pecado mediante métodos rebuscados u oscuros. Su plan es simple y directo. De hecho, también el pecado es básicamente algo simple: la indulgencia en el amor al yo. Aunque arrodillado ante el trono de Dios como “querubín grande, cubridor” (Eze. 28:14), Lucifer no quiso amar o apreciar los principios de la negación del yo propios del carácter de Dios. Su corazón se exaltó ante su propia belleza, y su brillante sabiduría vino a corromperse (vers. 17). Esa falta de aprecio del carácter de Dios es lo que la Biblia llama “incredulidad”. Es la precondición del pecado. A partir de esa raíz en el corazón de Lucifer, se desarrolló todo el orgullo y pasión del pecado, tal como hoy los conocemos.

El “hombre viejo”, ese “yo”, ese ego consentido, muere con Cristo cuando se aprecia debidamente el amor revelado en la cruz. Cristo vino en nuestra carne, en la tuya y en la mía. Cristo enfrenta nuestro problema de la vida precisamente como lo enfrentamos nosotros. Directamente desde la situación en la que nosotros estamos, su sinceridad, su pureza, su ausencia de egoísmo, su amor, su sometimiento voluntario, lo llevaron a la cruz. Tomó las materias primas de nuestra vida actual y a ello añadió el ingrediente del amor (ágape). El resultado: su cruz.

Cristo crucificado significa tú mismo crucificado, si recibes ese tipo de amor. Si lo posees, no podrás evadir la cruz por más tiempo de lo que él pudo hacerlo. Cuando comprendes que él vino en tu carne, que tomó tu lugar en tu situación particular en este momento, puedes ver cómo el amor avanza de pleno por la senda que lleva a la cruz.?Con la misma naturalidad con que te sientes agradecido al recibir un favor de alguien, tu corazón responderá con una profunda y genuina contrición. Todo tu increíble amor al yo aparecerá entonces revelado en su desnuda fealdad. Como ante la luz ultravioleta, todos los motivos de tu corazón resultarán entonces expuestos en un modo muy diferente al que antes los habías percibido. No es ninguna predicación la que logró eso, sino algo que tú mismo has visto. Lo que viste ante esa luz especial es tu “yo” real, ese yo desprovisto de amor. Desde la cruz brilla una luz que ilumina tu alma con focos provenientes del cielo, y por fin te estás viendo a ti mismo tal como te ven los seres puros del universo no caído. Ahora parece como si cada fibra y cada célula de tu ser estuviera saturada del pecado del amor al yo. Quisieras poder esconder el rostro. Pero cuando la extraña luz de ese amor baña tu alma, resulta consumida toda raíz de orgullo y egoísmo. El sentimiento de culpa que embarga tu corazón te aplastaría literalmente, de no ser porque Cristo lleva ya esa carga de tu culpabilidad en su cruz. Nunca eres crucificado solo, sino que eres crucificado con él. Tú vives, pero el “hombre viejo” muere. Tu amor al yo, tu orgullo, tu vanidosa satisfacción de ti mismo resultan hechos añicos. En realidad, no hay término más apropiado que éste: crucificados.

Y esa es la obra de conquistar el pecado

No es ofrenda o penitencia. No es peregrinaje a Roma, ni flagelación o duelo, no es mortificación luchando uno por uno contra cada mal hábito, mientras vas elaborando una lista de logros o “progresos”. “El que ha muerto, queda libre del pecado”. Así lo efectúa la expiación de Cristo, y ninguna otra cosa en el universo lo podría hacer.

Lo mejor que puede hacer cualquier otro supuesto remedio para el problema del egoísmo es eliminar los síntomas en un lugar, mientras que florecen inevitablemente en otro, para nuestra desesperación. Por tanto tiempo como la raíz –el “cuerpo de pecado”– quede intacta, podemos cortar cuantas ramas queramos, y el amor al yo seguirá llevando inexorablemente su amargo fruto de pasión, ansiedad, pesar, envidia, codicia, y toda forma sutil y refinada de orgullo.?Pero Cristo, habiendo sido levantado ante ti en su cruz, te ha atraído a sí mismo. Sientes esa poderosa atracción. Considéralo bien, pues se trata del poder del amor. Es más poderoso que todas las fuerzas de la naturaleza unidas. Es el principio del libre universo de Dios. Contémplalo por ti mismo, aprécialo desde tu intimidad personal. ¡No tienes por que fiarte de la palabra de nadie!