Descubriendo la cruz - 3 - Primera lección de Jesús sobre la cruz
Publicado Feb 19, 2013 por En El precioso mensaje de 1888
¿Por qué tardó tanto en llegar esa lección? Sorprende descubrir que Jesús esperó hasta el mismo final de su ministerio, para presentar claramente a sus discípulos su próxima crucifixión.
Cuando recordamos que la doctrina de la cruz es el tema central del evangelio, el sol del firmamento de la verdad celestial, nos preguntamos por qué el Salvador demoró por tanto tiempo la instrucción sobre ese punto crucial (nunca mejor dicho).
Sólo de forma velada y ocasional había hecho referencias a su muerte. Por ejemplo, su alusión a la destrucción del “templo”, y a su reedificación en tres días (Juan 2:19), el ser levantado como una serpiente ardiente (Juan 3:14), la dádiva de su carne por la vida del mundo (Juan 6:51), o la señal de Jonás (Mat. 12:39), así como el Esposo siéndoles arrebatado a aquéllos que están de bodas (Mat. 9:15).
Los discípulos no captaron el significado profundo de esas declaraciones. Necesitaban una referencia clara y abarcante del evento estremecedor que estaba por acontecer. Pero Jesús no les proporcionó tal cosa hasta haber llegado a las costas de Cesárea de Filipo, sólo unos meses antes de que tuviera lugar la gran prueba.
Sorprende igualmente que no fuera sino hasta ese mismo momento cuando Jesús decidiera preguntar a los discípulos quién creían que era. Necesitaban tiempo para que el entusiasmo superficial del inicio, suscitado por su ministerio temprano, madurase en una convicción más sobria y más sólida.
Una fe capaz de resistir la prueba
Y la fe de los discípulos en la divinidad de Jesús fue verdaderamente puesta a prueba en los términos más severos. Reticente a aplicarse el título de “Hijo de Dios”, mostraba una extraña preferencia por referirse a sí mismo como “el Hijo del hombre”. Había ido defraudando progresivamente cada una de las esperanzas depositadas por los judíos en su esperado Mesías. Negándose en redondo a aceptar el aplauso de aquéllos que gustosamente habrían visto en Él el cumplimiento de sus expectativas nacionales, parecía más bien conformarse con su suerte de pobreza y oscuridad. No mostraba interés alguno por ganar la aprobación de la clase religiosa dirigente, sino que seguía un curso que parecía atraer innecesariamente la enemistad de la misma.
Tras la dura palabra relativa al Pan de vida (Juan 6), multitudes que le habían seguido, lo abandonaron. Hasta llegó a disolver de forma expeditiva una multitud dispuesta a coronarlo rey. Ahora estaba siendo “despreciado y desechado entre los hombres”. Parecería que los discípulos, desde el punto de vista humano, iban a encontrar toda excusa para renegar de su fe en Jesús como el Cristo.
Cómo reconocieron los discípulos a Cristo
Pero al mismo tiempo, habían podido reunir infinidad de evidencias para confirmar la insistente convicción del Espíritu Santo de que ese Hombre era en verdad el Hijo de Dios. Dicha evidencia no consistía meramente en los milagros físicos que Jesús había realizado. Cualquier incrédulo –amigo o enemigo– podía sugerir explicaciones para los mismos, o al menos podía decidir ignorarlos. Los milagros físicos rara vez fortalecen la verdadera fe. Lo que confirmó la fe de los discípulos era el puro, sobrenatural y realmente milagroso amor que impregnaba cada palabra y acto de Jesús. Todo lo que decía estaba lleno de profunda sabiduría espiritual y de sentido común santificado. Se trata de las mismas obras que Jesús presentó ante Felipe como evidencia de su relación con el Padre (Juan 14:11 y 12). El negarse a reconocer tales obras significaba el pecado imperdonable e incurable de la incredulidad, por parte de los dirigentes religiosos; no ya contra el Hijo del hombre, sino contra el Espíritu Santo.
¡Pero los discípulos creyeron! Ahora, en Cesárea de Filipo, pocos meses antes de la crucifixión, estaban por fin dispuestos a confesar su fe.?“Cuando Jesús llegó a la región de Cesárea de Filipo, preguntó a sus discípulos: ‘¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del hombre?’” (Mat. 16:13). Las respuestas que le dieron habrían sido un halago para cualquiera, menos para el Hijo de Dios. El capricho popular lo aclamaba como Elías, Jeremías o algún otro de los profetas. Lejos de estar satisfecho, Jesús pidió sin rodeos a sus discípulos que cristalizasen sus algo vagas concepciones en una confesión de profunda convicción: “Y vosotros, ¿quién decís que soy?” (vers. 15).
Pedro fue el primero en encontrar palabras para expresar la valiente fe que había tomado posesión de sus almas. Aquel Hombre no sólo era alguien mayor que todos los profetas, no sólo era el tan esperado Mesías: “Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente”, exclamó valientemente Pedro (vers. 16).
Jesús alabó la fe de Pedro, pero inmediatamente le previno del pecado de atribuirse mérito alguno por haber hecho tal declaración: “¡Dichoso eres, Simón hijo de Jonás; porque no te lo reveló carne ni sangre, sino mi Padre que está en los cielos!” (vers. 17). Pedro no debía enorgullecerse como si hubiese sido más perspicaz que los demás. Por más brillantes que puedan ser las capacidades del cerebro más privilegiado, excepto por la influencia del Espíritu Santo, la mente humana es totalmente incapaz de reconocer a Dios cuando se manifiesta de forma inesperada. “Nadie puede decir: ‘Jesús es el Señor’, sino por el Espíritu Santo” (1 Cor. 12:3). El Hijo de Dios recorrió hace dos mil años los polvorientos y escarpados senderos de la vida, sin ser reconocido ni apercibido por la humanidad. De la misma forma, desde entonces y hasta el día de hoy, la verdad celestial ha pasado igualmente desapercibida para la “carne” y la “sangre”.
Jesús se dispone a declararles la plena verdad
Tras la confesión de fe de sus discípulos, Jesús estaba en condiciones de establecer el fundamento y piedra angular de su iglesia. “Sobre esta Roca [sobre esa confesión de mi identidad divina] edificaré mi iglesia, y las puertas de la muerte no prevalecerán contra ella” (Mat. 16:18). Lo vemos ahora edificando con destreza, velozmente, vemos al Constructor sabio que edifica su casa sobre la Roca, al Arquitecto divino, levantando un edificio de fe contra el que no van a prevalecer “las puertas de la muerte”.
Ahora que los discípulos estaban profundamente convencidos de su divinidad, podía darles luz con respecto a su muerte. Descorriendo todos los velos misteriosos que habían ocultado las breves referencias a la cruz hechas hasta entonces, les dijo llanamente, incluso con crudeza, que debía ser rechazado y muerto: “Desde aquel tiempo comenzó Jesús a declarar a sus discípulos que le era necesario ir a Jerusalén, padecer mucho de los ancianos, de los principales sacerdotes y los escribas; ser muerto, y resucitar al tercer día” (vers. 21).
¿Malas nuevas?
Los discípulos escuchaban con más asombro que espanto. El hecho de que Dios tuviera un Hijo era ya un concepto extremadamente revolucionario para la mente judía; pero la idea de ese Hijo de Dios teniendo que morir les parecía inconcebible. Eran incrédulos. Un Mesías crucificado, en lugar de uno glorificado, coronado, asumiendo el cetro, constituía un insulto a su inteligencia, una ofensa y un escándalo. Cuanto más se convencían los discípulos de que Jesús era el Hijo de Dios, más les desconcertaba y confundía el anuncio de su muerte. Y nada menos que a manos del pueblo más santo del mundo, su propia nación.
El mismo bienaventurado Simón hijo de Jonás que se había adelantado a confesarlo como el Hijo de Dios, era ahora el primero en negar su cruz. Aparentemente preocupado por la salud mental de Jesús, ante el anuncio de algo tan repulsivo para sus colegas, el bien intencionado Pedro echó mano con cierta rudeza de la persona de su Señor, como para administrarle un tratamiento de choque a fin de librarlo de tan mórbidas imaginaciones. ¡Es imposible imaginar un tratamiento más cruel hacia Jesús, por parte de la raza humana, especialmente de su pueblo escogido! “Pedro lo llevó a parte, y empezó a reprenderlo. Le dijo: ‘¡Señor, lejos de ti! ¡De ningún modo te suceda esto!’” (vers. 22). Las cruces están hechas para los bandidos, no para alguien bondadoso; especialmente ¡no para el Hijo de Dios!
Así, la cruz vino a ser tanto “piedra de escándalo” como “locura” para los primeros discípulos; y desde luego, también una “ofensa”. Hoy sigue siendo esas tres cosas para nuestra naturaleza humana.
Nada de qué sorprenderse
Si la “carne y la sangre” son incapaces de comprender que Jesús era el Hijo de Dios, nada tiene de extraño que a Pedro le resultase imposible comprender la doctrina de la cruz. Esa noción iba tan infinitamente más allá de lo que el ingenio humano puede concebir como para resultar inimaginable para sus mentes, excepto por revelación del Espíritu Santo. Era muy pertinente que Jesús hubiese suscitado primeramente en sus discípulos esa confesión de que Él era el Hijo de Dios, antes de comunicarles las sorprendentes nuevas de su crucifixión. De no ser así, quizá hubiera dado por resultado ahondar su incredulidad y abandonarlo, como habían hecho tantos otros de sus interesados seguidores. Las religiones inventadas por los hombres podían producir “mesías”, pero ninguna podía concebir un Mesías sufriente, moribundo, entregándose a sí mismo en indescriptible amor hacia el mundo.
¿Mejores o más sabios que Pedro?
Nuestro intelecto humano, por él mismo, es tan ciego a la verdad de la cruz como lo fue el de los primeros discípulos. Nuestro peligro es incluso mayor que el de ellos, puesto que disponemos de un elemento del que ellos carecían: el conocimiento mental de los hechos de la crucifixión, así como el reconocimiento prácticamente universal de que ello sucedió realmente. Pero ese asentimiento mental puede confundir las avenidas que llevan la verdad de la cruz al corazón.
Si albergamos de alguna forma la idea de que nuestro afortunado nacimiento en la era cristiana nos sitúa en terreno ventajoso con respecto a Pedro, podemos confiar en que de forma innata estaremos inclinados a mostrar mayor sabiduría que la suya. Nos sentiremos inmunes a una ignorancia espiritual del calibre de la que él exhibió. Cuando hacemos tal cosa, demostramos no entender el evangelio.
Ni siquiera podemos comenzar a comprender lo que sucedió en Cesárea de Filipo, a menos que nos demos cuenta de que nuestra naturaleza humana es la misma que la de Pedro. Si dejamos de reconocerlo, estamos expuestos a la tragedia de repetir el menosprecio de Pedro hacia la cruz. Él la desdeñó en su ignorancia; nosotros corremos el riesgo de despreciarla de forma deliberada. Precisamente, ese será el pecado final común a todos los que se pierdan.
A Pedro le asistía la razón
La noción de la cruz es algo tan original, tan apartado del mundo, que sólo puede surgir en la mente de Dios (Hech. 4:27 y 28). La cruz es tanto la “sabiduría” como el “poder” de Dios (1 Cor. 1:18 y 24). Es un arma divina de sublime eficacia en la contienda espiritual. Pero la respuesta de Pedro al sorprendente anuncio del Salvador es idéntica a la de la gente de cualquier condición y lugar. Pedro estaba expresando los sentimientos de nuestros propios corazones, hasta el día de hoy, al repudiar como pura insensatez la idea misma de la crucifixión del Hijo de Dios.
En su reprensión a Pedro, por el irreverente e irrespetuoso consejo dado a su Maestro, Jesús reveló esta clave: “Me eres tropiezo, porque no piensas como piensa Dios, sino como piensan los hombres” (Mat. 16:23). Como cada uno de nosotros, Pedro no era más que un ser humano, capaz de pensar, ni más ni menos que como piensa el hombre. No era de ninguna forma más “malvado” que cualquiera de nosotros.
Sencillamente, estaba siendo él mismo. Y siendo él mismo, no alcanzaba al pensamiento de Dios hasta el punto de discernir el significado de la cruz. Ese pensamiento de “los hombres”, que cegaba su mente, ciega también la nuestra.
Pero no hemos considerado todavía la causa real de la oposición de Pedro a la cruz del Señor. Jesús no estaba manifestando rudeza o enojo al pobre discípulo, y sus palabras no eran nada parecido a una pasional explosión de malhumor. Pero la inequívoca severidad del agudo reproche de Jesús a su amado discípulo da una pista significativa en cuanto al origen de los sentimientos mundanos de Pedro. Jesús estaba, por así decirlo, poniendo su dedo en la llaga de la enemistad de todo hombre hacia la cruz: “Quítate de delante de mí, Satanás. Me eres tropiezo” (vers. 23).
El pobre Pedro
Sin quererlo ni saberlo, había venido a ser un instrumento en las manos de Satanás al intentar apartar a Jesús de su propósito sacrificial. ¡Para Jesús no debió ser una tentación banal! Cristo reconoció en el pensamiento de Pedro la expresión de la insidia original de Lucifer en el cielo. Evadir la cruz era una tentación seductora para Jesús, contra la que debía empeñar a fondo su voluntad. Como instrumento de Satanás, Pedro había tocado una cuerda sensible en el alma de Jesús.
No hemos de pensar que Pedro fuese Satanás mismo, sino que la reacción de Pedro hacia la cruz iba mucho más allá de la simple respuesta de la naturaleza humana desinformada. Reflejaba plenamente la actitud de Satanás mismo.
Podemos imaginar la conmoción que debieron causar en las mentes de los discípulos las palabras que Jesús dirigiera a Pedro.