Descubriendo la cruz - 2 - La cruz revelada en la naturaleza

Publicado Feb 19, 2013 por En El precioso mensaje de 1888

No es porque la naturaleza haya pretendido ocultarlo, pero durante miles de años el hombre pecador ha pisado este planeta sin captar el secreto más elemental en ella escrito: el camino de la cruz. El agricultor echa la simiente en el campo para procurar su alimento cotidiano, sin darse cuenta de la lección que cada semilla le quiere enseñar: que el fruto vivificante surge sólo cuando la vida se somete a la muerte, de forma que pueda tener lugar el nuevo ser.

Por fin un Joven sin pecado pisó esta tierra que habitamos, arrodillándose sobre ella día tras día para rogar a su Padre por fortaleza y sabiduría para traer al hombre la respuesta a estas preguntas: ¿Cómo resolver el problema de la muerte? ¿Cómo se puede salvar la raza humana, condenada a la extinción? ¿Cómo puede gente malvada ser convertida en bondadosa?

Su increíble descubrimiento

Como Creador, Jesús había escrito el libro de la naturaleza con sus propias manos. Ahora, como hombre, se esforzaba por comprenderla, por escrutar sus misterios en busca de lecciones que pudiesen señalar a otros el único camino de la vida: el camino de la cruz.

Cuando unos visitantes de Grecia vinieron a ver a Jesús, “Jesús les dijo: ‘Ha llegado la hora en que el Hijo del hombre ha de ser glorificado. Os aseguro que si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda solo. Pero al morir, lleva mucho fruto. El que ama su vida, la perderá; y el que aborrece su vida en este mundo, para vida eterna la guardará’”. “Y cuando yo sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí. Esto dijo para dar a entender de qué muerte había de morir” (Juan 12:23-25,32,33).?El grano de simiente que busca “seguridad” en la estantería de la despensa, no obtiene nada, puesto que al aferrarse a su preciado yo, “queda solo”. Únicamente la simiente que encuentra su tumba solitaria bajo tierra –la simiente que muere– “lleva mucho fruto”.

La pequeña simiente y su gran lección

Para aquel Joven puro entregado a desvelar el misterio, cada flor, cada árbol majestuoso, eran la expresión de una pequeña semilla muriendo en la soledad de la tierra, sacrificándose en el silencio del Getsemaní. ¡Qué contraste entre la insignificancia del sacrificio de una semilla de uva, y los racimos purpúreos de la viña exuberante en la que se convertía al ser sembrada! Así, el Hijo de Dios comprendía que su sacrificio sería el medio de “llevar a la gloria a muchos hijos” (Heb. 2:10). Su joven alma se comprometió en un firme propósito: Vendría a ser la semilla, y entregaría para siempre a “la tierra” su propia seguridad y todo aquello que le era precioso, mediante su muerte. Así, aprendió de la naturaleza el principio elemental –hasta entonces desconocido– que le llevó hasta la excelsa cruz, el arma secreta que conquistaría a la muerte.

Lo importante no es si Jesús, siendo muchacho, comprendía o no plenamente que su muerte sacrificial tomaría la forma de una crucifixión romana. Lo que importa es que esa antigua y cruel tortura, la más vergonzosa e indigna de las muertes, era la mejor manera en que el mundo apreciara la demostración de su amor sacrificial. Para él, ‘caer en el suelo y morir’ como ‘simiente’ era mucho más doloroso y amargo que el mero sufrimiento de la muerte física. El apóstol Pablo señala el contraste entre la “muerte de cruz” y la muerte ordinaria (Fil. 2:8). La dimensión última de la muerte es la desesperación y la vergüenza más crudas. La cruz de Jesús dio sobradamente la talla de esa plena medida.

Pero hoy significa poco para nosotros, porque la historia ha llegado a producir una virtual inversión de los valores. La cruz que una vez fue símbolo de la más ignominiosa y degradante tortura que un ser humano pudiera sufrir, una muerte tan terrible que casi parecería impropia hasta para un demonio, ha venido a resultar el emblema más honrado por el mundo.

La razón para tal inversión de los valores es más trascendente que la simple casualidad histórica. Ningún héroe habría sido capaz, mediante su martirio, de despertar la adoración y suprema devoción que multitud de personas inteligentes han sentido y sienten por la cruz de Cristo. Descubrir la razón del poder infinito de esa cruz es el tema de este libro.

La cruz conmueve nuestros anhelos más profundos

Sea que el hombre haga profesión o no de religión, le basta un destello del significado de la cruz para apercibirse de que algo responde en lo profundo de su ser. La verdad de la cruz pulsa extrañas cuerdas de agradecimiento, despertando melodías en el alma, que nadie más puede producir. La historia alcanzará su clímax y objetivo en el momento en que esta verdad penetre por fin la conciencia reavivada de cada persona en la tierra. Todo cristiano sabe que hay tiernos lazos que unen su alma con el Calvario, porque Aquél que murió allí le está tan cercano como si se tratase casi de él mismo. No puede haber en esta tierra simpatía tan profunda, íntima y entrañable como la simpatía por el Señor Jesús, clavado sobre aquella cruz. Eso es así porque Cristo “murió por todos, luego todos han muerto” (2 Cor. 5:15). El que busca la verdad sabe que es así, y el que procura rechazarla nunca encuentra la forma de evadir esa verdad contra la que lucha.

Creyente o no, todo el mundo conocerá finalmente el poder revelado en la cruz. “Cuando yo sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí” (Juan 12:32). Podemos tomar la determinación de resistir la atracción que nuestra alma siente por Él, pero antes de que ningún hombre pueda sufrir las penas de la perdición eterna, tiene necesariamente que resistirla de forma persistente. Habiendo rechazado el amor, “los que me aborrecen, aman la muerte” (Prov. 8:36).

Pero si decidimos no resistir, el poder de la cruz nos atrae a Cristo

Mil “diablos” oponiéndose mediante toda circunstancia imaginable de la vida, son tan impotentes para contrarrestar esa atracción como lo son los matorrales para el cedro, en su camino hacia la luz del sol. Las palabras de Jesús a aquellos griegos peplejos constituyen una declaración del poder universal de esa cruz levantada en el Calvario sobre el corazón de todo hombre. No es una afirmación de que todos serán salvos, sino de que todos sentirán de alguna manera el poder de atracción de la cruz. Algunos para rendirse a ella, otros para resistirla con terquedad.

El atractivo incomparable de la cruz de Cristo

¿Qué es lo que da a la cruz de Cristo un atractivo tan irresistible para todo aquél que se detiene a contemplarla? Si su Víctima fuese meramente un fanático o un místico con la lamentable pretensión de ser divino, o bien si se tratara simplemente de un buen hombre trágicamente asesinado, su muerte no habría hecho en las generaciones posteriores una impresión más duradera que la muerte de cualquier mártir, o que el asesinato de un hombre de estado. La realidad, expresada por la propia Víctima, de ser Dios, es lo que explica la influencia imperecedera de su muerte.

Pero ¿cómo podemos estar seguros de su divinidad? ¿Es nuestra fe mera superstición? ¿Es tan fuerte nuestro deseo de recompensa eterna como para hacer que estemos dispuestos a creernos lo increíble, a fin de escapar al cruel mundo en el que aún vivimos?

Una mirada a la cruz trae más certeza de la divinidad de Jesús, que la argumentación más elaborada que quepa imaginar. Una vez que se contempla la naturaleza del amor (ágape) revelado allí, la Víctima aparece con claridad como nadie menor que el eterno Hijo de Dios. Sólo “Dios es amor (ágape)” (1 Juan 4:8). El amor meramente humano jamás habría sido capaz de concebir la sublime demostración del Calvario. La calidad del amor allí manifestado es desbordante, la perfecta negación del yo, infinitamente más allá de nuestro amor calculado, centrado en el yo, que tan a menudo nos traiciona. El corazón de todo hombre queda convicto de que un amor como ese sólo puede venir de Dios, y de que la hostilidad que asesinó a la Víctima es en esencia nuestra “enemistad contra Dios” (Rom. 8:7). El amor de Jesús lleva en sí mismo el testimonio de sus credenciales divinas. Ese amor lleva la atracción de la cruz al corazón de cada persona, en el reconocimiento de que Aquél que murió allí, ha venido a ser el pariente más auténtico y próximo de cada ser humano, el Amigo infatigable que nunca ha dejado de amarlo aún cuando más inclinado se sentía uno a aborrecerse a sí mismo, el Compañero que ha estado a su lado en los momentos sombríos, y que ha creído en él aún cuando uno dudó y renegó de sí mismo. Todos somos conscientes en algún momento de nuestro más anhelado deseo: que Alguien crea y confíe en nosotros, a pesar de conocer la profundidad de nuestros secretos culpables. Aún más dulce que la expresión: “Te amo”, es la afirmación: “Creo en ti; confío siempre en ti; lo arriesgo todo por ti”.

¡Un ser meramente humano es incapaz de darnos tal seguridad!

Puesto que sabemos que nuestros pecados son infinitos, sólo un perdón y confianza infinitos pueden reconfortarnos verdaderamente. El que toda persona haya oído esa Voz de esperanza y ánimo es evidencia para todos de que el Hijo de Dios ha venido en nuestra carne. Podemos resistir y asfixiar esa Voz, pero si le prestamos atención, resultaremos impelidos a seguir a Cristo.

La Voz que habla a nuestros corazones, y la verdad escrita en la naturaleza, ambas denotan el origen divino del principio de la cruz.?Este libro no pretende ir más allá del descubrimiento de la cruz. Cuando hayamos concluido nuestro periplo, esa búsqueda no habrá hecho más que comenzar para ti y para mí. El inmenso continente de verdad aún sin descubrir, es la prenda que nos asegura de la existencia de una vida infinitamente abundante, dedicada al estudio y contemplación de ese infinito sacrificio. Esa búsqueda será la ciencia y el canto de los redimidos por la eternidad.