Descubriendo la cruz - 11 - María Magdalena y la cruz
Publicado Feb 19, 2013 por En El precioso mensaje de 1888
¿Qué puede hacer la verdad de la cruz por alguien cuya vida se arrastró entre una y otra catástrofe? Encontramos aquí el caso de una mujer tan trágicamente degradada, que la Biblia la presenta como poseída y a merced de “siete demonios”. Marcos 16:9
“Estando él en Betania, sentado a la mesa en casa de Simón el leproso, vino una mujer con un vaso de alabastro de perfume de nardo puro de mucho valor; y quebrando el vaso de alabastro, se lo derramó sobre su cabeza. Entonces algunos se enojaron dentro de sí y dijeron: –¿Para qué se ha hecho este desperdicio de perfume?, pues podía haberse vendido por más de trescientos denarios y haberse dado a los pobres. Y murmuraban contra ella. Pero Jesús dijo: –Dejadla, ¿por qué la molestáis? Buena obra me ha hecho. Siempre tendréis a los pobres con vosotros y cuando queráis les podréis hacer bien; pero a mí no siempre me tendréis. Esta ha hecho lo que podía, porque se ha anticipado a ungir mi cuerpo para la sepultura. De cierto os digo que dondequiera que se predique este evangelio, en todo el mundo, también se contará lo que esta ha hecho, para memoria de ella” (Mar. 14:3-9).
Cuando María rompió el frasco de alabastro de precioso perfume para ungir a Jesús, estaba dando al mundo una expresión no premeditada de ese mismo espíritu de amor y sacrificio que la vida y muerte de Jesús ejemplificaron. El acto de María adquiere con ello un significado especial, como ilustración de la verdad de la cruz.
Ese hecho acontecido en Betania es lo más bello y conmovedor que un pecador arrepentido haya hecho jamás. Proveyó la mayor evidencia, ante Jesús y ante el universo expectante, de que la humanidad es ciertamente capaz de apreciar de todo corazón el sacrificio hecho por Jesús. Maríano poseía justicia por ella misma, pero le había sido verdaderamente impartida la justicia de su Salvador. ¡Imagina hasta qué punto su noble acto debió alentar el corazón de Jesús en sus horas más tenebrosas! Ningún poderoso ángel celestial hubiera podido darle el consuelo que le trajo la memoria de aquel sincero y conmovedor acto de María. El amor sacrificial que ella manifestó a Jesús, proporcionó al Salvador una vislumbre de su gozo final. El fruto de la aflicción de su alma habría por fin de quedar satisfecho, cuando contemplase a muchos, hechos justos mediante “la fe que obra por el amor” (Isa. 53:11; Gál. 5:6). La evocación de ese amor penitente conmueve corazones y cambia vidas. Sin duda, ¡ese es el fin que ha de lograr el sacrificio del Salvador!
En deuda con María
El mundo puede deber a María algo que nunca ha reconocido, por animar de ese modo al Cristo tentado, en su momento de mayor necesidad. Seguramente la tibieza de los Doce no le supuso el consuelo que le dio María Magdalena, a quien ellos despreciaron.
Sin embargo, María no sabía por qué se había sentido motivada a ofrecer esa extraña y pródiga ofrenda. Informada sólo por la inescrutable pero infalible razón del amor, lo dio todo para adquirir ese precioso perfume, y ungió de antemano el cuerpo de Cristo para la sepultura.
Era tan completamente incapaz de defender su acción ante el reproche de los discípulos, que Jesús mismo hubo de salir en su defensa. Respaldándola ante la obtusa insensibilidad de los Doce, transformó el incidente en una lección sobre el significado de la cruz, algo que la iglesia de nuestros días necesita desesperadamente comprender.
De hecho, de las palabras de Jesús se desprende que es imprescindible una cierta clase de aprecio en consonancia con el misterioso acto de María, a fin de comprender el evangelio mismo. Jesús pronunció sobre el acto de ella el mayor de los cumplidos jamás dirigido a cualquiera de sus seguidores: “De cierto os digo que dondequiera que se predique este evangelio, en todo el mundo, también se contará lo que esta ha hecho, para memoria de ella”. ¡Incomparablemente mejor que la inscripción sobre mármol que honra la memoria de un emperador romano!
Y razón más que suficiente para que prestemos cuidadosa atención a María.
¿Por qué esa vehemencia en la ponderación de María?
No por causa de ella, sino por causa de “este evangelio”, es necesario que la fragancia de su acción alcance al mundo entero. Esta es la clave para despejar toda perplejidad que pueda despertar la extraña conducta de María: estaba predicando un sermón.
Su acto ilumina el evangelio y pone de relieve sus principios de amor, sacrificio y magnificencia.?De igual forma, la disposición a buscar faltas manifestada por los discípulos expone nuestra reacción humana natural, ante el tierno amor revelado en la cruz.
Si hubiéramos estado presentes en aquella ocasión, habríamos encontrado extremadamente difícil no tomar partido con Judas y los otros discípulos.?María había hecho algo que por toda apariencia era irracional e injustificado, por despilfarrador. Trescientos denarios, el precio del perfume, venía a ser la totalidad de lo que ganaba un obrero a lo largo de un año de trabajo, siendo un denario el sueldo habitual de un día (Mat. 20:22). Una suma como esa habría probablemente bastado para dar de comer a unos cinco mil hombres, “sin contar las mujeres y los niños”, de acuerdo con la cautelosa estimación de Felipe (Juan 6:7; Mat. 14:21).
Si no fuese porque conocemos el desenlace del drama acontecido en Betania, ¿qué habríamos pensado de ese, en apariencia, insensato despilfarro? ¿Cuantos administradores y miembros de un consejo habrían dado su aprobación a un gasto como ese? ¿Quién de nosotros no habría simpatizado decididamente con los discípulos en su indignación? ¡El desequilibrio emocional manifestado por aquella mujer era digno de reproche!
Nuestros corazones habrían estado más que dispuestos a secundar la “sabia” moción de Judas: “¿Por qué se ha hecho este desperdicio de perfume?, pues podía haberse vendido por más de trescientos denarios y haberse dado a los pobres”.
Jesús mismo asumió la defensa de María
Según nuestro juicio natural, habríamos estado prestos a dar la razón a Judas. ¿No habría sido un acto de devoción más sobrio y práctico, el derramar unas gotas del precioso perfume para ungir su cabeza, y vender el resto en beneficio de los pobres? Difícilmente podemos reprimir una expresión de alivio por no tener muchos “fanáticos” como María, entre la membresía de nuestra iglesia.
Sin embargo, es aún más sorprendente la forma aparentemente exagerada en la que Jesús defendió el acto de María. Habríamos esperado que le dirigiera alguna expresión de agradecimiento por su devota actitud, junto con una amable y mesurada censura por lo descomedido e irreflexivo de su acción. Podría haber confortado a María, al mismo tiempo que procuraba aplacar la indignación de los Doce. ¡Pero no! Mientras que la desdichada María intenta pasar tan desapercibida como puede, llena de vergüenza y confusión, temiendo que su hermana Marta y hasta el propio Jesús la tengan por inoportuna e insensata, Jesús eleva su voz por sobre las murmuraciones de los discípulos: “Dejadla, ¿por qué la molestáis? Buena obra me ha hecho”. Lejos de alabar el aparente interés de los discípulos por los pobres, reconoce una motivación enteramente diferente en la conducta de María. Se trataba de una caridad infinitamente más auténtica. Su acto había sido una parábola del amor divino, un vehículo para proclamar el evangelio. Jesús, al defenderla, estaba defendiendo su propia cruz. Impartió al hecho un significado y simbolismo que ella misma ignoraba.
- En el frasco de alabastro, roto a sus pies, Jesús vio su propio cuerpo herido y quebrantado por nosotros.
- En el precioso perfume, derramándose abundantemente hasta la tierra, contempló su propia sangre “derramada por muchos para remisión de los pecados”, y sin embargo, rechazada y despreciada por la mayoría de ellos.
- En la motivación de María –en su corazón arrepentido, contrito y lleno de amor hacia él– Jesús pudo ver el bello ?reflejo de su amor por nosotros.
- En el sacrificio de María para adquirir el costoso perfume, ?Jesús se vio a sí mismo anonadado, vaciado de sí mismo ?en el papel de Amante divino de nuestras almas.
- En aquel aparente derroche vio la magnificencia de la ofrenda celestial, derramada en medida suficiente como para salvar al mundo, y sin embargo aceptada sólo por ?una pequeña parte de sus habitantes. ?Así fue como Jesús hubo de defender su maravillosa cruz, ante aquéllos cuyos corazones debieron haber estado prestos a apreciar su valor incalculable. ?
Simón, los Doce y nosotros ?
Para el más puro y santo amor que la eternidad haya conocido, Judas sólo tuvo desdén. Lo único que supo hacer el frío, duro y desagradecido corazón de los discípulos, fue adherirse a la crítica egoísta de Judas. ¿Nos creemos mejores que ellos? ?¡Un engaño agradable! Haremos bien en recordar que María estaba respondiendo a los misteriosos impulsos del Espíritu Santo, una motivación que no se detiene a explicar sus razones. Sólo un corazón contrito y humillado puede dar cabida a una inspiración tal. ?Los discípulos no eran conscientes de tan elevados impulsos, a pesar de haber recibido en privado más clara instrucción que María, sobre lo cercana de la hora de la muerte de Jesús. Debieron haber sido más receptivos que ella a la cruz. Sin embargo, una mujer de corazón penitente, carente de preparación, predicó un sermón sobre la cruz más elocuente aún que el de Pedro en Pentecostés, un sermón que hasta el día de hoy toca el corazón de aquél que se detiene a estudiar su significado. Vemos aquí que el conocimiento de los detalles históricos de la crucifixión es nada, comparado con un corazón que verdaderamente la aprecie. Si la carne y la sangre son incapaces de comprender la doctrina de la persona de Cristo, tal como afirmó el Salvador en Cesárea de Filipos, otro tanto sucede con la doctrina de la cruz.
Una ilustración del sacrificio de Cristo
Considera la motivación de María. No fue por esperanza alguna de recompensa, ni por deseo de reconocimiento personal por lo que realizó su espontánea acción. Anhelaba pasar desapercibida, lo que resultó imposible al ser traicionada por la fragancia del perfume extendiéndose por toda la pieza. Sólo el amor era el principio que la motivaba. Un amor que era el reflejo del amor que Jesús tiene hacia los pecadores.
¿Cuál fue la motivación que llevó a Jesús a la cruz? Los teólogos pueden escribir extensos tratados al efecto, sólo para concluir finalmente que no hay razón que pueda esgrimirse para un acto tan singular: sólo el amor puede motivar algo así.
¡Cuán reconfortante debió ser para Jesús el ver reflejada en María la imagen de su propio carácter! ¿En una pecadora, te preguntas? Sí, en “una mujer de la ciudad, que era pecadora” (Luc. 7:37). En ella pudo contemplar el maravilloso reflejo de sí mismo. Con la fidelidad con la que un negativo reproduce los detalles del positivo, Jesús vio en el amor de María la impronta y semejanza de su propio amor modélico. “El escarnio ha quebrantado mi corazón y estoy acongojado”, diría él (Sal. 69:20). El arrepentimiento había quebrantado ahora el corazón de María, mediante el ministerio del propio corazón quebrantado de Jesús.
¡Maravillaos, oh cielos, y sorpréndete, oh tierra! ¡El plan de la salvación triunfa! Aunque por lo que respecta al endurecido corazón de los Doce todavía está por ver la justificación del riesgo divino asumido en el Calvario, resulta ser ya un éxito rotundo en la hija de Betania. El sacrificio de Dios en Cristo ha despertado en el corazón de ella el “sacrificio” que le es complemento y consecuencia: el “corazón contrito y humillado” que Dios, a diferencia de los discípulos, “no desprecia” (Sal. 51:17).
El sacrificio de María
Brilla más intensamente al verlo a la luz del sacrificio de Jesús, ofreciéndose a sí mismo por nosotros. Alabando la acción de ella, Jesús dijo: “ha hecho lo que podía”, en el sentido de que hizo todo cuanto estaba a su alcance. Ciertamente, Jesús hizo todo “lo que podía”. Ignoramos si María fue recompensada por los largos días de trabajo que dedicó a la compra del perfume, pero ¡Oh, si Aquél que se despojó hasta lo sumo, el que “se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz” (Fil. 2:8) pudiera recibir amplia recompensa por su sacrificio! ¿Podremos finalmente nosotros, aún sin frascos de alabastro para ungir su cabeza, encontrar las lágrimas con las que lavar sus pies atravesados por nuestros pecados? Jesús, ¿no podrías tú encontrar en nosotros “siete demonios” que expulsar, a fin de que podamos aprender a amarte como hizo María?
La grandeza de su acción
Los discípulos razonaron: ‘¿por qué no emplear una pequeña dosis de perfume? ¿Por qué ese derroche de algo tan costoso? ¡Está desperdiciándose por el suelo! ¡Trescientos denarios convertidos en nada! ¡María, habrían bastado unas pocas gotas derramadas sobre su cabeza!’
Así habríamos razonado también nosotros.?Hasta el día de hoy el corazón humano que no es receptivo a la inspiración, es incapaz de apreciar la magnificencia del sacrificio del Calvario.
- ¿Por qué dar su vida “en rescate por muchos”, cuando sólo unos pocos habrían deresponder?
- ¿Por qué ese derroche de amor sacrificial a raudales, siendo que resultaría en una gran parte aparentemente desaprovechado?
- El sacrificio efectuado fue suficiente para redimir a todo pecador, y a los millones de ellos que jamás hayan poblado la tierra; ¿por qué pagar un precio tal, cuando sólo una pequeña parte habría de responder?
- ¿Por qué habría de llenarse de congoja y lágrimas el Ser Divino, ante tantas "Jerusalén" despreocupadas, que no conocen el tiempo de su visitación?
- ¿Por qué no limitar el amor y su expresión a los pocos que responderían a su llamado, en lugar de derramar el don infinito sin medida, con aparente pérdida de una gran parte del mismo?
Tal vez debía ser el razonamiento de los discípulos a propósito de la magnificencia de María; y así razonan aún hoy muchos sobre Aquél cuyo amor reflejó María fielmente.?En respuesta cabe decir que el amor no es amor genuino a menos que sea pródigo, sobreabundante. El amor no escatima jamás, no calcula. El “preciosísimo” frasco de alabastro de María no era una ganga adquirida en una rebaja. Pagó el elevado costo por lo mejor que le fue posible encontrar, sin pararse a pensar en la conveniencia de ahorrar alguna parte. Podemos imaginarla dialogando con el proveedor del perfume. Éste, viendo en ella una pobre paisana, debió proponerle un producto a bajo coste. ?‘¿No tiene algo mejor?’, pregunta María.?–‘Sí, ¡pero cuesta cien denarios!’?‘¿Y algo aún mejor?’, insiste María.?–‘Tengo lo mejor de lo mejor, pero es también lo más caro, es digno sólo de un rey o emperador, y además, ¡tu no puedes permitírtelo, María!’ ?‘Lo quiero’, replica ella sin dudarlo. Su motivación de amor no le permite nada menos que eso.?¿Podía Dios, quien es amor, hacer menos que eso? No se detuvo a pensar cómo podría efectuar la salvación de los redimidos al menor coste posible para sí mismo. El cielo, su excelsa morada, la devoción de miríadas de ángeles, los tronos de un universo infinito, la vida eterna, la preciosa comunión con su Padre, todo, lo sacrificó Cristo generosamente en la dádiva de sí mismo. ¡Todo un océano de aguas de vida, pródigamente regaladas, sólo para obtener a cambio unos pocos vasos de barro, llenos con humanas lágrimas de amor! ¡Cuán infinitamente preciosas deben ser esas lágrimas para él! (Sal. 56:8). “Espere Israel en Jehová, porque en Jehová hay misericordia y abundante redención con él” (Sal. 130:7). Sí. Sobreabundante.
Simón
Su fría reacción resulta inquietante. El huésped –Simón, el leproso– había sido un testigo silencioso de la acción de María. A diferencia de los Doce, parecía no importarle el asunto del derroche. Suposiciones aún más oscuras hallaban libre curso en su pensamiento, sincero como él era.
Aún no había aceptado a Jesús como al Salvador, si bien había acariciado la esperanza de que pudiera demostrar que era verdaderamente el Mesías. Impresionado, tras haber experimentado una curación milagrosa de manos de Jesús, condescendía ahora a invitar al Galileo y a sus rudos seguidores a ese encuentro social, con el fin de demostrar su gratitud. Pero siempre manteniendo a Jesús en un peldaño inferior de honor y dignidad, con respecto a los del que invitaba a la fiesta. No le dio beso de bienvenida, no le ungió con aceite, ni siquiera le ofreció agua para lavar sus pies, la mínima cortesía al uso en el Oriente Medio de aquellos días. Contemplando el sublime espectáculo de un pecador arrepentido secando con sus cabellos los pies bañados por lágrimas del Salvador del mundo, Simón se hacía el oscuro razonamiento: “Si este fuera profeta, conocería quién y qué clase de mujer es la que lo toca, porque es pecadora” (Luc. 7:39). ¡Gran dificultad, la que tiene el corazón lleno de justicia propia, para discernir las credenciales de la divinidad! En la parábola mediante la cual quiso dar luz al pobre Simón, Jesús revela la lección de la gloria de la cruz que alumbra a todo corazón sincero que se detenga ante la magna escena: “Un acreedor tenía dos deudores: uno le debía quinientos denarios y el otro, cincuenta. No teniendo ellos con qué pagar, perdonó a ambos. Di, pues, ¿cuál de ellos le amará más? Respondiendo Simón, dijo: Pienso que aquél a quien perdonó más. Él le dijo: Rectamente has juzgado” (Luc. 7:41- 43).?Siendo que Simón había inducido originalmente a María al pecado, era él quien debía los “quinientos denarios”, no los cincuenta. Poniendo en contraste la fría carencia de amor en Simón, con la ferviente devoción de María, Jesús reveló con tacto a su mente y corazón oscurecidos la sorprendente constatación de que el amor penitente de María debió ser con mucha mayor razón el suyo, siendo que “aquél a quien perdonó más” debe amar más.
¡Más de siete diablos habían estado atormentando a Simón! Él, el confiado de sí mismo, era poseído también por un octavo, el “demonio” de la justicia propia que escondía la presencia de los otros siete. Pero la luz que emanaba ahora de la cruz alumbró el corazón de Simón y le desveló su casi desesperada condición como pecador. Sólo la infinita compasión de Jesús lo salvó de una ruina final aún más estrepitosa que aquélla de la que había salvado a María. Lo mismo que ella, pudo haber cantado el himno “Cristo es mi amante Salvador”. ¿Puedes tú cantarlo?
¿Cuál es la razón...
...por la que algunos aman mucho, y otros poco? La parábola que Jesús presentó no tenía por objeto demostrar que los diferentes pecadores deberían sentir diferentes grados de obligación. Tanto Simón como María tenían una deuda infinita y eterna con el divino Acreedor. El amor de María, sin embargo, se debía al simple hecho de que ella se sabía pecadora y se sabía grandemente perdonada. A Simón se le había perdonado “poco” porque él pensaba que había pecado poco.
¿Se sentirá alguien en la tierra nueva superior a los demás? ‘¡Nunca cometí los errores de la gente común!’ ‘Yo venía de una buena familia, y siempre estuve del lado correcto.’ ‘Los que me rodeaban sí que eran unos perdidos, de moral relajada, hasta incluso entregados a las drogas.’ ‘Yo siempre tuve una bondad natural, todo cuanto necesité fue un pequeño empujón de parte de Cristo, para entrar en el reino.’
¿Acaso no sería esa más bien la mentalidad de los que se lamenten “fuera”??Si Pablo pudo llamarse a sí mismo el “principal de los pecadores”, ¿podemos nosotros hacer menos? ¡Cuánta luz puede arrojar la doctrina de la cruz al insensible corazón de Laodicea, la última de las siete grandes iglesias de toda la historia!
“Santos” tibios, llenos de justicia propia, van por detrás de publicanos y prostitutas que, como María, se arrepienten con lágrimas. “Muchos primeros serán últimos, y los últimos, primeros” (Mat. 19:30).