Mi Amado - Capítulo 6 - El lavatorio

Publicado Dic 05, 2013 por Adrian Ebens En Mi Amado

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Maridos, amad a vuestras mujeres, así como Cristo amó a la iglesia, y se entregó a sí mismo por ella, (26) para santificarla, habiéndola purificado en el lavamiento del agua por la palabra. Efesios 5:25-26.

En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios. (2) Este era en el principio con Dios. Juan 1:1-2.

El impacto de lo que Jesús había hecho por mí en la cruz transformó cada aspecto de mi vida. Yo quería estar con él siempre. Me gustaba pensar en él, imitarlo, y poner todo en mi vida bajo su señorío. Cuando dejaba que mi mente se absorbiera en otros asuntos por varias horas, empezaba a sentir la pérdida de su presencia y mis pensamientos volvían a Jesús. La emoción de saber que mis pecados habían sido perdonados me hizo flotar durante semanas. Tal es la alegría del primer amor.

Esta alegría cambió la Biblia completamente. No podía dejar de leerla. De repente tuve una sed increíble de entender al Jesús de la Biblia. Había muchas cosas que aprender, así como cosas que desaprender. Sentí la convicción del Espíritu de Cristo a través de lo que leía. Vi varias cosas que tenían que cambiar. La palabra de Dios comenzó a limpiar y renovar mi mente. Ahora, la Palabra era una Persona, no sólo una colección de escritos. Ahora Jesús estaba hablándome a mí directamente, amorosa y personalmente.

Sentí la convicción acerca de varios hábitos que tenía que cambiar. Ya no podía soportar ver películas con malas palabras, la violencia y la inmoralidad. El Espíritu me motivó a acercarme a varias personas y pedirles perdón por mi mala conducta. Algunas personas lucharon para entender por qué necesitaba ser perdonado, mencionando que todos somos humanos. Sin embargo, al mirar fijamente a los ojos de mi Amado a través de la Palabra, estas acciones parecían obvias. La justicia y el pecado llegaron a ser como el día y la noche y mi conciencia se enterneció, enfocada y alerta.

Algunos aspectos de este proceso de purificación me daban gozo y liberación, mientras que en otras ocasiones la palabra cortante en mi alma era algo doloroso, confrontante y humillante. Cuando miro hacia atrás, veo la misericordia de mi Amado al no presentar demasiados defectos de carácter y hábitos pecaminosos a la vez. Si todo el poder purificador de la Palabra se hubiese desatado, me habría dado por vencido en desesperación. Sin embargo, en cada obstáculo, el amor de Jesús me sostuvo.

Cómo me hubiese gustado poder reportar, “y vivieron felices para siempre”, pero la realidad del mundo, la carne y el diablo hacen de ese resultado algo muy difícil. A través de años escuchando las sugerencias del tentador y de cultivar un deseo por el reconocimiento a través de los logros, mi mente estaba acostumbrada a un patrón de pensamientos diametralmente opuestos al reino de Dios. Durante los primeros meses después de mi conversión, la voz del tentador enmudeció en comparación a la de mi Amado, sin embargo él seguía ahí. Enfurecido por mi nuevo amor en Cristo, esperó su momento, en busca de puntos de acceso para recuperar el control y gobernar mi corazón una vez más.

Los profundos cambios en mi estilo de vida y hábitos atrajeron comentarios de desprecio de algunos de mis antiguos compañeros. El tentador me presionaba con sus comentarios. Llegué a hundirme en una sensación de aislamiento y desánimo. No podía discernir al tentador en estas cosas. Sabía muy poco de sus tácticas, lo que le daba ventaja. A través de la puerta de la auto-compasión, mi adversario encontró la entrada a mi alma. Al mismo tiempo, algunos de mis cambios de estilo de vida se hicieron difíciles de mantener. A veces los olvidaba y caía de nuevo en los viejos hábitos. Otras veces, en desesperación, me deslizaba a sabiendas en ellos y permitía que la oscuridad me envolviera.

Había llegado a la colina de dificultad. El deseo por lo fácil, falta de paciencia y de voluntad para vivir alegremente en el aislamiento mientras fuese necesario, le permitió al tentador el acceso que estaba esperando. Más allá de esto, me faltó la habilidad en la Palabra y cómo hacer frente a las tentaciones que se levantaban contra el conocimiento de Dios. El Espíritu de Cristo me enseñó a memorizar la Palabra:


En mi corazón he atesorado tu palabra, para no pecar contra ti. Salmo 119:11, (LBLA).

Aprendí que cuando repetía la Palabra de Dios con fe podía reducir los argumentos, razonamientos y sentimientos que el tentador presionaba en mi corazón.


Porque la palabra de Dios es viva y eficaz, y más cortante que toda espada de dos filos; y penetra hasta partir el alma y el espíritu, las coyunturas y los tuétanos, y discierne los pensamientos y las intenciones del corazón. Hebreos 4:12.

Si mi Amado me hubiese sencillamente protegido de todas las sugerencias del tentador, mi carácter no se hubiera desarrollado. Era necesario que aprendiera la verdadera naturaleza y la gravedad de mi condición caída. A través de estos conflictos con mi carne, comencé a reconocer la depravación de mi corazón.


Engañoso es el corazón más que todas las cosas, y perverso; ¿quién lo conocerá? Jeremías 17:9.

La luz de la Palabra iluminó mi camino y me permitió comenzar a ver dónde había estado y por qué una destrucción cierta habría sido mi suerte si no hubiese escuchado el llamado de mi Amado.

Aprendí a luchar en oración. A veces mientras oraba, mi corazón se sentía como una piedra y los cielos sobre mi cabeza eran de bronce. Cuanto más trataba de orar, más abatido me sentía. “Reclama la palabra Adrian”, dijo la voz. “Cree lo que dice la Palabra. No seas incrédulo, sino creyente”.

Mi Amado me enseñó la ciencia de esperar en la brecha entre clamar y experimentar la promesa. A veces cedí a la frustración y me di por vencido, y esto permitió que mi Amado me enseñara mi corazón voluble, débil e impaciente. Otras veces me quejaba y gemía al Señor acerca de mis dificultades, olvidando clamar por las promesas de Dios, y me iba más desanimado que nunca. Fueron tiempos difíciles, pero a través de todo mi Amado me animó, me recordó su muerte en favor mío y la promesa de la eterna comunión con él y su Padre. Poco a poco, el verbo de Dios se hizo mi espada, mi fe y mi escudo.

Recuerdo con cariño la alegría de los dos primeros años del caminar con mi Amado – ¡un Salvador, Maestro y Amigo tan fiel! Mi único deseo era ser como Jesús.

Después de unos dos años, sentí sobre mí la presión de las palabras de las Escrituras.

 

Pedro les dijo: Arrepentíos, y bautícese cada uno de vosotros en el nombre de Jesucristo para perdón de los pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo. Hechos 2:38.

Aunque de niño me enseñaron mucho acerca de Jesús, no lo conocía, y mientras que mi bautismo era reconocido, significaba poco para mí personalmente, porque sabía muy poco acerca de mí mismo y casi nada de mi Amado. El bautismo es el sello de una relación entre dos personas que han llegado a amarse una a la otra. Jesús siempre me había amado, pero ahora yo lo amaba, y esa relación necesitaba ser sellada con el bautismo.

Mientras bajaba a las aguas del bautismo, mi corazón estaba fijo en Jesús. Él era mi gozo y mi canción, y me regocijé de poder entregarle mi vida y llamarlo mi Señor. Las aguas que cubrieron mi alma simbolizaron la purificación que la Palabra estaba teniendo lugar en mi vida. La obra que se había iniciado contenía la promesa de que sería completada.