Mi Amado - Capítulo 5 - El altar

Publicado Dic 05, 2013 por Adrian Ebens En Mi Amado

Ahora sabía que necesitaba un Salvador. La turbulencia que se agitaba dentro de mi alma me hacía añorar el refugio de descanso. A través de un manejo cuidadoso, mi Amado me había ayudado a discernir con mayor claridad la voz del tentador. Ahora estaba huyendo de la ciudad de la destrucción, sin embargo no me sentía seguro de qué camino tomar. Mi corazón se sentía atraído hacia Jesús. Por primera vez en mi vida sentí el deseo de conocerlo realmente. Me habían enseñado que Jesús era un Salvador amante durante los diecisiete años de mi vida, no obstante, hasta ahora no había discernido exactamente de que necesitaba salvación.    


Jesús le dijo: Yo soy el camino, y la verdad, y la vida; nadie viene al Padre, sino por mí. Juan 14:6.

El camino hacia la libertad era a través de Cristo, pero, ¿cómo? A los doce años había aceptado a Jesús como mi Salvador. Había confesado las cosas que yo entendía como pecados, y creía que él vendría de nuevo por mí. Sin embargo, algo faltaba. Como no tenía ni idea de la profundidad de mi esclavitud, no tenía aprecio por el don de mi Salvador.

... mas aquel a quien se le perdona poco, poco ama. Lucas 7:47.

El libro El camino a Cristo se me vino a la mente y pensé: “Este es exactamente el libro que yo necesito”. Ya no leyendo con el fin de desplegar fervor religioso, y ya no tratando de demostrarle a Dios que estaba agradecido, las palabras que leía comenzaron a penetrar mi alma.


La Naturaleza y la revelación a una dan testimonio del amor de Dios. Nuestro Padre Celestial es la fuente de vida, sabiduría y gozo. El Camino a Cristo, p. 9.


Dios unió consigo nuestros corazones, mediante innumerables pruebas de amor en los cielos y en la tierra. Valiéndose de las cosas de la naturaleza y los más profundos y tiernos lazos que el corazón humano pueda conocer en la tierra, procuró revelársenos. Ibíd, p. 10.


El Hijo de Dios descendió del cielo para revelar al Padre. “A Dios nadie jamás le ha visto: el Hijo unigénito, que está en el seno del Padre, él le ha dado a conocer.” “Ni al Padre conoce nadie, sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo lo quisiere revelar”. Ibíd, p. 11.

Las palabras encontraron un eco en mi alma. Sentí una gotita de alegría mientras pensaba que Jesús había venido a revelar el amor del Padre hacia nosotros. Entonces comenzó a describirlo:

Anduvo haciendo bien y sanando a todos los oprimidos de Satanás. Había aldeas enteras donde no se oía un gemido de dolor en casa alguna, porque El había pasado por ellas y sanado a todos sus enfermos. Su obra demostraba su unción divina. En cada acto de su vida revelaba amor, misericordia y compasión; su corazón rebosaba de tierna simpatía por los hijos de los hombres. Se revistió de la naturaleza del hombre para poder simpatizar con sus necesidades. Los más pobres y humildes no tenían temor de allegársele. Aun los niñitos se sentían atraídos hacia él. Les gustaba subir a sus rodillas y contemplar su rostro pensativo, que irradiaba benignidad y amor.

Jesús no suprimía una palabra de la verdad, pero siempre la expresaba con amor. En su trato con la gente hablaba con el mayor tacto, cuidado y misericordiosa atención. Nunca fue áspero ni pronunció innecesariamente una palabra severa, ni ocasionó a un alma sensible una pena inútil. No censuraba la debilidad humana. Decía la verdad, pero siempre con amor. Denunciaba la hipocresía, la incredulidad y la iniquidad; pero las lágrimas velaban su voz cuando profería sus penetrantes reprensiones. Lloró sobre Jerusalén, la ciudad amada, que rehusó recibirle, a Él, que era el Camino, la Verdad y la Vida. Ibíd, pp. 11, 12.

Sentí mi corazón abierto a mi Amado. Era alguien que no censuraba la debilidad humana, estaba lleno de compasión, y ejercitaba el tacto. ¡A los pequeñuelos les encantaba subir en su rodilla! Mientras que pensaba en él y me comparaba con él, sentí la oscuridad de la vergüenza tratar de bloquear los rayos de luz que penetraban mi alma. Él es tan santo, puro y justo, y yo soy tan impío, impuro y egoísta. “No tiene sentido”, susurraba el tentador. “Sigue leyendo Adrian”, replicaba mi Amado.

Toda alma era preciosa a sus ojos. A la vez que se condujo siempre con dignidad divina, se inclinaba con la más tierna consideración sobre cada uno de los miembros de la familia de Dios. En todos los hombres veía almas caídas a quienes era su misión salvar. Tal fue el carácter que Cristo reveló en su vida. Tal es el carácter de Dios. Del corazón del Padre es de donde manan para todos los hijos de los hombres los ríos de la compasión divina, demostrada por Cristo. Jesús, el tierno y piadoso Salvador, era Dios “manifestado en la carne”. 1 Tim 3:16, Ibíd, pp. 12.

¿Era yo realmente precioso ante sus ojos? ¿Podría ser realmente verdad?

 

No reparéis en que soy morena,

Porque el sol me miró.

Los hijos de mi madre se airaron contra mí;

Me pusieron a guardar las viñas;

Y mi viña, que era mía, no guardé. Cantares 1:6.

El tentador debe haber sentido que la esperanza crecía en mi corazón. Si me atrevía a creer que Dios me amaba, y que había enviado a su Hijo para salvarme, entonces su obra de destrucción en mi vida iba a ser muy dura. “Piensa en tus pecados Adrian”.


Este, [Cristiano][1] por su parte, seguía revolcándose en el fango, cayendo unas veces y levantándose, y volviendo a caer; pero siempre adelantando algo en la dirección contraria a la de su casa, aproximándose a la de la puerta angosta; pero la pesada carga que llevaba sobre sí le impedía mucho, hasta que llegó una persona, llamada Auxilio … El progreso del peregrino, capítulo primero.

“Sigue leyendo Adrian”. Señalaba mi Amado.

“Sí, quiero seguir leyendo”.


Jesús vivió, sufrió y murió para redimirnos. Se hizo “Varón de dolores” para que nosotros fuésemos hechos participantes del gozo eterno. Dios permitió que su Hijo amado, lleno de gracia y de verdad, viniese de un mundo de indescriptible gloria a esta tierra corrompida y manchada por el pecado, obscurecida por la sombra de muerte y maldición. Permitió que dejase el seno de su amor, la adoración de los ángeles, para sufrir vergüenza, insultos, humillación, odio y muerte. “El castigo de nuestra paz cayó sobre él, y por sus llagas nosotros sanamos.” ¡Miradlo en el desierto, en el Getsemaní, sobre la cruz! El Hijo inmaculado de Dios tomó sobre sí la carga del pecado. El que había sido uno con Dios sintió en su alma la terrible separación que el pecado crea entre Dios y el hombre. Esto arrancó de sus labios el angustioso clamor: “¡Dios mío! ¡Dios mío! ¿por qué me has desamparado?” Fué la carga del pecado, el reconocimiento de su terrible enormidad y de la separación que causa entre el alma y Dios, lo que quebrantó el corazón del Hijo de Dios. El Camino a Cristo, p. 13

Me senté, petrificado. Con las palabras “Miradlo sobre la cruz,” me imaginé la escena. Allí sobre esa cruz colgaba el Hijo de Dios, golpeado, azotado y magullado, ¿y por qué? ¿Por mí? Una gran lucha estaba teniendo lugar en mi mente.

“No soy digno de esta clase de amor...”

“Cristo murió por tus pecados. Tan sólo cree”.

Entonces leí las palabras:


El Hijo inmaculado de Dios tomó sobre sí la carga del pecado. El que había sido uno con Dios sintió en su alma la terrible separación que el pecado crea entre Dios y el hombre. Esto arrancó de sus labios el angustioso clamor: “¡Dios mío! ¡Dios mío! ¿por qué me has desamparado?” Ibíd.

No puedo explicar como sucedió todo. Pero sentí la impresión de que Jesús había sido colgado de la cruz debido a mis pecados y que fueron mis pecados junto con los del mundo entero los que hicieron que Jesús clamara, “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” Mientras me imaginaba la escena, vi el rostro de Jesús y él se volvió y me miró sin un vestigio de ira, frustración o desilusión.

“Yo creo. Señor, te pido que entres en mi corazón y tomes el control de mi vida. Te doy las gracias por amarme y salvarme… ”

En ese momento una ráfaga de paz se apoderó de mi alma. Sentí caer las cadenas de mi cuello, pies y manos. A continuación un torrente de lágrimas brotó de mi alma. Me arrodillé y sólo lloré y lloré. Toda mi culpa, hipocresía y desafío, mis palabras agudas y cortantes, mis pensamientos impuros, fueron todos perdonados. Había probado del amor de Jesús.

Incluso ahora, mientras escribo y recuerdo este acontecimiento, mi corazón siente un calor, y mis ojos se humedecen. No puedo poner en palabras lo que sentía en mi corazón en ese momento. La separación, ¡oh, la separación! Él estaba dispuesto a soportar la separación de su Padre por mí. Eso impactó profundamente mi corazón. Si él estaba dispuesto a hacer esto por mí, debo valer algo, y si Dios estaba dispuesto a dar a su Hijo – hago una pausa para dejar que la creciente ola de gratitud pase sobre mi alma. Si en verdad Dios estaba dispuesto a dar su Hijo por mi, entonces yo podía creer que Dios me amaba.


Después, en mi sueño, vi a Cristiano ir por un camino resguardado a uno y otro lado por dos murallas llamadas salvación. Marchaba, sí, con mucha dificultad, por razón de la carga que llevaba en sus espaldas; pero marchaba apresurado y sin detenerse, ‘hasta que lo vi llegar a una montaña, y en cuya cima había una cruz, y un poco más abajo un sepulcro. Al llegar a la cruz, instantáneamente la carga se soltó de sus hombros, y rodando fue a caer en el sepulcro, y ya no lo vi más. El progreso del peregrino, capítulo VI, p. 29.



[1] El texto entre corchetes es mío.