Mi Amado - Capítulo 17 - El purificador del oro

Publicado Dic 05, 2013 por Adrian Ebens En Mi Amado

Cuando una persona está enamorada, es imposible ocultarlo. Aunque era consciente de que compartir mis pensamientos acerca de mi Amado con mi iglesia tendría graves consecuencias, el no compartir las noticias acerca de mi Amado tendría consecuencias aún mayores.


A cualquiera, pues, que me confiese delante de los hombres, yo también lo confesaré delante de mi Padre que está en los cielos. (33) Y a cualquiera que me niegue delante de los hombres, yo también le negaré delante de mi Padre que está en los cielos. Mateo 10:32-33.

También tuve la impresión de que era necesario presentar a mi iglesia lo que había encontrado, por dos razones: por amor a ellos y también para comprobar si posiblemente había fallado en algo. Hubo momentos en que el tentador me asaltó con las burlonas palabras: “¿Quién piensas que eres para tomar esta posición? Ninguno de los líderes, ni siquiera los que no son líderes, creen en este Hijo de Dios a quien tú adoras. ¿Y sí se te ha escapado algo? ¿Y si todo es un error?"

Era necesario permitir que mi comprensión fuese desafiada por un proceso de sumisión a mis mayores. Necesitaba escuchar lo que dirían, compararlo con las Escrituras, y luego escudriñar mi conciencia para ver si podía continuar amando a mi Amado o si era un tesoro tan solo en mi mente. Quería estar seguro. La experiencia humana es vulnerable a muchas tentaciones y muchos errores.

Estaba confiado de que estos pensamientos venían de mi Amado. Él sabía que yo estaba poniendo mis pies en un camino que pocos hombres transitan. Tenía que ser probado para ver si estaba dispuesto a caminar con él a través de este valle oscuro de separación, incomprensión, y contiendas.

Llevé lo que había hallado a los líderes de la iglesia y les pedí que lo examinaran. Recuerdo bien el día; era el día anterior de que cumpliera cuarenta años. Le había servido a la trinidad por cuarenta años, y al presentar estas cosas estaba declarando mi amor y mi afecto por mi Amado. Él era digno de las consecuencias de exponerme ante mis hermanos.

Poco después recibí la noticia de que otras fuentes informaban que yo había rechazado la trinidad, y algunos informes indicaban que ya no creía en el Espíritu Santo. Algunos se acercaban a mis amigos para informarles de mi “apostasía.” Me sentía realmente desgarrado. Amaba a mis amigos, pero, al tratar de explicarles daría la impresión de que yo estaba tratando de socavar la iglesia. Les expliqué la situación a algunos de mis amigos. Otros dos o tres amigos me llamaron por teléfono para enterarse de lo que estaba pasando.

Esta fue una verdadera prueba para mí. Yo sabía de los informes falsos que circulaban acerca de mis creencias y motivos, pero no podía telefonear a mis amigos para decirles lo que estaba pasando. Me arrodillé ante el Señor y le dije: “Te entrego a todos mis amigos, y si ellos son realmente mis amigos, me buscarán algún día en el futuro". Con frecuencia tenía que hacer esta oración especialmente cuando recibía informes de declaraciones hechas aparentemente contra mí.

Lenta, pero seguramente se hizo evidente que mi reputación y mi posición en la iglesia habían sido hechas trizas. El silencio penetró profundamente mi corazón. A medida que pasaban los días, sin una sola palabra, ningún contacto, ninguna investigación, tuve tiempo para reflexionar sobre el costo de enamorarme del Hijo de Dios. De nuevo me pregunté: ¿Y si estás equivocado? Fui a las Escrituras, y la convicción regresó con más fuerza que antes. “Sé que esto es correcto; la evidencia es abrumadora”. Mi conciencia se aferró a lo que la Biblia llanamente enseña. Sabía que sólo podría ser feliz siguiendo mi conciencia y haciendo lo que estaba convencido que era correcto.

Cerca de un año después de haber presentado mis conclusiones, recibí una respuesta. La pregunta principal que me hicieron era si yo creía o no en que hubo un tiempo cuando el Hijo de Dios no existía. Respondí que la Biblia dice que Jesús es ambas cosas, engendrado y eterno. Acepto las dos cosas como hechos; no pretendo penetrar el misterio de la eternidad con el fin de rechazar la claridad de la herencia del Hijo de Dios.

Cuando recibí la respuesta formal a lo que había presentado, fui informado de que el comité no había encontrado ninguna luz en lo que yo había sugerido. Revisé la respuesta en busca de cualesquiera referencias bíblicas que yo pudiera estudiar y en las cuales meditar. No pude encontrar ni un solo texto bíblico, ninguna cita de mis escritos que indicara dónde había errado; solamente afirmaciones en contra de mis conclusiones.

Me había propuesto totalmente en mi corazón estudiar cualquier orientación bíblica que se me ofreciera, pero no había nada, nada en absoluto. Aunque no era ingenuo a este probable resultado, probablemente, como un parto, cuando el caso llegó, fue como un golpe muy intenso. Sentí que varias emociones brotaban a la vez en mi alma. Oré pidiendo paz, gracia, y amor en mi corazón. Por fin, la paz llegó, y la alegría de mi Amado volvió a mi corazón. Oré de esta manera: “Padre, estoy dispuesto a estudiar cualquier cosa de la Biblia que los que tienen autoridad me presenten, pero si he cometido un error, la respuesta debe provenir de la Biblia”.

Una vez más la pregunta me vino a la mente, ¿Y si todo es un error? ¿Y si te equivocas? Pensé en mi tiempo en el ministerio y la pérdida de contacto con mis antiguos compañeros. Parte de mí quería olvidar lo que estaba leyendo en la Biblia y sólo admitir que estaba equivocado. Sin embargo, yo sabía que este no era el camino a la libertad. No podía negar a mi Amado. Él voluntariamente fue a la cruz por mí. Enfrentó el tratamiento más humillante y vergonzoso por mí. ¿No podría yo soportar un poco de humillación por él?

Tomé un tiempo para meditar y orar. Escribí a los líderes de la iglesia pidiéndoles una respuesta bíblica a mi trabajo. Oré con fervor pidiendo un espíritu amable y sumiso. Oré para no escribir en ninguna forma que pudiese ofender.

Mi experiencia en la cima de la montaña en busca de mi Amado ahora presentaba la realidad de mi descenso hacia los valles de la vida.


Y emprendió su marcha; pero quisieron acompañarlo hasta el pie del collado Discreción, Piedad, Caridad y Prudencia, con quienes continuó por el camino los discursos que antes habían tenido. Llegados a la cuesta, dijo: CRIST. – Difícil me pareció la subida; pero no debe ser menos peligrosa la bajada. PRUD. – Así es; peligroso es, sin duda, para un hombre descender al valle de Humillación, que es adonde vas ahora, y no tener algún tropiezo; por eso hemos salido para acompañarte. Luego comenzó a descender Cristiano con mucho cuidado, pero no sin tropezar más de una vez. El progreso del peregrino, capítulo 9, p. 48.

Seis meses más tarde, recibí una respuesta a mi solicitud de una respuesta bíblica. En esta respuesta, se me presentó una lista de los textos que aparentemente indicaban que Jesús no es el Hijo de Dios por herencia y que “unigénito” significa único. Mientras meditaba y oraba sobre esta respuesta, me enfrenté con la afirmación de que nada de lo que yo había dicho había cambiado su punto de vista con respecto a la trinidad.

También me fue presentada la cuestión de que podría estar mostrando un espíritu independiente. ¿Cómo puede uno responder a tal reclamo? ¿Acaso no había desafiado a todos mis líderes y mentores? ¿No era esto sencillamente un deseo de buscar notoriedad? ¿Quién crees que eres Adrián para manifestar semejante audacia, y causar tanto dolor y conflicto, no sólo a ti mismo, sino a tu familia y amigos? ¿Es éste Jesús a quien amas tan real para que todo esto valga la pena?

Estos pensamientos daban vueltas en mi mente, hacia atrás y hacia adelante, hacia atrás y hacia adelante. A menudo me encontraba soñando con mi infancia y pensando en días sin preocupaciones, cuando la vida era más fácil. En efecto, nuestra familia se mudó a la casa de mi infancia por un tiempo, en parte por los beneficios del aire de la montaña, pero en parte para poder soñar con tiempos más felices y tratar de escapar de mi conflicto emocional.

Si poco me hubiesen importado mi iglesia y mis hermanos, mi alma no habría sido torturada con pensamientos de indecisión sobre lo correcto de mi camino. ¿Valía realmente la pena este Hijo por herencia? Yo había estado equivocado en otras cosas, ¿por qué no en ésta? Parte de mí deseaba estar equivocado, irme a dormir y despertar como lo había hecho dos o tres años antes, sin recordar nada de las pruebas y los conflictos presentes.

Entonces pensé en mi esposa y mis hijos, y cómo serían afectados por el sendero que yo estaba recorriendo. Mientras pensaba en ellos, me acordé de que:


y conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres. Juan 8:32.

Pensé en mi Amado y en todo lo que él había hecho por mí. Mientras caminaba y hablaba con él, sabía que nunca lo podría negar. Él me estaba confesando ante el Padre día y noche, ¿y cómo podría yo mostrar tal ingratitud a Dios por negarme a aceptar la pena que sigue a los que confiesan al Hijo unigénito?

En vano me esforcé por ver la solidez bíblica de los argumentos presentados. No podía, con una conciencia limpia, negar lo que había hallado. Ir en contra de mi conciencia no era justo ni seguro. Decidí seguir el camino de la verdad como lo entendía, por el bien de mi Señor Jesús y por el de mi familia, que sufriría terriblemente si yo tomara el camino de la popularidad y la conveniencia. Decidí, junto con Pablo:


Pero esto te confieso, que según el Camino que ellos llaman herejía, así sirvo al Dios de mis padres, creyendo todas las cosas que en la ley y en los profetas están escritas. Hechos 24:14.

Había intentado todo lo posible por estar abierto a cualquier cosa que mis hermanos hubieran presentado para considerarlo en oración. Por mucho que lo intenté, no me pude reconciliar con ello. Mi comprensión del Padre y el Hijo en términos reales se había convertido en el centro mismo de mi teología y penetrado todos los aspectos de mi sistema de creencias, y por lo tanto, sería subyacente a todas mis presentaciones. Les pedí que oraran por mí, recordando que mi conciencia es el bien más preciado que poseo y no podría violarla bajo ninguna circunstancia.

Aunque no podía someter mi conciencia a ningún otro hombre, mi posición y mi reputación estaban completamente en las manos del liderazgo de la iglesia. Estaba convencido de que el camino más seguro era someterme a la iglesia para cualquier disciplina que ellos consideraran necesaria. Amaba a mi iglesia, y confiaba que nuestro Padre que predomina sobre todas las cosas permitiría que las cosas ocurrieran precisamente como él lo había determinado. Mi Amado se sometía a Aquel que tenía autoridad sobre él, con mansedumbre, gentileza y gracia. Me sentí impulsado a hacer lo mismo.

Hacia el final de ese año, recibí la noticia de que la Iglesia consideraría mi destitución como ministro. Una vez más, caí de rodillas y oré fervientemente acerca del camino a seguir. Leí de nuevo la Biblia, y sentí aún más seguridad de que había escogido al verdadero Hijo de las Escrituras. Mientras oraba, le pedí al Señor que, si fuese posible, yo conservara mi posición, ya que consideraba un gran privilegio ser ministro de iglesia. Sin embargo, si tenía que renunciar a ella, lo haría con alegría y sin quejarme.

La palabra vino a mí:


Os expulsarán de las sinagogas; y aun viene la hora cuando cualquiera que os mate, pensará que rinde servicio a Dios. (3) Y harán esto porque no conocen al Padre ni a mí. Juan 16:2-3.

Si sólo conocieran a mi Padre celestial y a mi Amado, entonces sabrían por qué yo tenía que caminar por esa senda; pero no los conocían. Por lo tanto, a finales de diciembre de ese año, recibí aviso de que ya no era ministro de la Iglesia. Cuando llegó la noticia, no sentí dolor, y no hubo lágrimas. Todo esto había sido tratado con anterioridad. Durante este descenso a la humillación y al fuego de la aflicción, sólo permanecieron mi Amado y mi Padre en el cielo. Qué dulce era su comunión, que feliz me sentía de saber las cosas que ahora entendía.

Me había propuesto firmemente un curso a seguir, a pesar de pruebas y conflictos. Me había enfrentado a mis amigos y confesado a mi Señor Jesucristo. Este proceso reveló varios defectos de carácter que necesitaban ser consumidos en el fuego purificador. Sin embargo, después de haber marcado mi camino con paso firme hacia el unigénito Hijo, el amor de mi infancia y juventud no cederían a esta decisión sin protestar.