He aquí, Yo estoy a la puerta y llamo - Capítulo 3

Publicado Feb 15, 2013 por En El precioso mensaje de 1888

3. ¿Cómo empezó el problema de "y no conoces"?

Cuando nuestros primeros padres pecaron en el Edén, apareció en el alma humana una profunda culpabilidad. Es tan cierto para nosotros hoy, como lo fue para Adán, ya que "en Adán todos mueren" (1 Cor. 15:22). Todos nosotros hemos repetido la caída de Adán (Rom. 5:12).

El primer resultado de esa culpa fue la vergüenza: "y escondióse el hombre y su mujer de la presencia de Jehová Dios entre los árboles del huerto" (Gén. 3:8).

La segunda evidencia fue el temor: "y él [Adán] respondió: Oí tu voz en el huerto, y tuve miedo, porque estaba desnudo; y escondíme" (vers. 9 y 10).

La tercera consecuencia fue erigir una barrera, dando lugar a un estado de inconsciencia. Adán se encontró en una situación en la que le resultaba imposible reconocer su culpa y confesarla. En lugar de eso, lo que hizo fue reprimirla inmediatamente. Culpó de todo a Eva: "y el hombre respondió: La mujer que me diste por compañera me dio del árbol, y yo comí" (vers. 12). La pareja culpable habría muerto entonces y allí, si hubiesen sido conscientes de la plena magnitud de su culpa, "porque la paga del pecado es muerte" (Rom. 6:23). Cuando los perdidos comprendan finalmente la enormidad de su culpa, sufrirán la segunda muerte en cumplimiento de la advertencia del Señor a Adán y Eva según la cual, si pecaban morirían. (Gén. 2:17). Es importante que comprendamos que la culpabilidad asociada al pecado lleva en sí misma la penalidad de la muerte eterna, y que el hecho mismo de que nuestra vida física se prolongue en la actualidad a modo de tiempo de prueba, evidencia que existe un mecanismo inconsciente de reprensión que tuvo su origen en el Edén.

Así pues, la condición de "y no conoces" fue una bendición, ya que permitió la continuación de la vida. Evidentemente, el propósito de Dios era dar al hombre la oportunidad de aprender el arrepentimiento y la fe en un Salvador.

La cuarta consecuencia fue el desarrollo de una enemistad contra Dios: "la mujer que me diste por compañera" ¡Adán sentía que Dios era realmente el responsable del problema! Eva compartió esa recién erigida barrera inconsciente, por cuanto tampoco ella podía aceptar ni confesar su propia culpa: "La serpiente me engañó, y yo comí" (Gén. 3:13).

Desde aquel primer pecado en el Edén, la humanidad ha venido repitiendo el siniestro patrón. A menos que el hombre tenga fe en un Salvador divino que cargue con todo el peso de su culpa, el pleno reconocimiento de ésta por parte del pecador significa su muerte. En vista de eso, es un acto de misericordia el que no tengamos un conocimiento pleno de la profundidad de nuestro pecado y culpa. Esa situación de "y no conoces" podría perpetuarse por las edades sin fin, si no fuera porque Cristo tiene que volver por segunda vez, y porque el pecado ha de tener un final. ¡Por eso existe el mensaje a Laodicea!

Cuando se escondieron "el hombre y su mujer de la presencia de Jehová" se estaban también escondiendo de ellos mismos. Su recientemente aparecida convicción de culpabilidad no era algo a lo que su conocimiento diese una natural bienvenida. Difícilmente exageraremos la importancia extrema de el trauma producido por ese pecado y culpabilidad originales en el alma humana de ambos. Eran sencillamente incapaces de enfrentarse a sí mismos. Por alguna razón misteriosa se sintieron desnudos cada uno frente al otro, y frente a Dios. Habían cambiado. Repentinamente "... Jehová Dios que se paseaba en el huerto al aire del día" se convirtió para ellos en un visitante no deseado. Hubiesen preferido que los dejase solos, que los dejase "en paz". Su presencia despertaba desagradables convicciones que de buena gana habrían deseado asfixiar.

Desde entonces, ha venido siendo así para todo hombre. "Y como a ellos no les pareció tener a Dios en su noticia, Dios los entregó a una mente depravada" (Rom. 1:28).

El conocimiento de Dios se reprimió porque despertaba el doloroso sentimiento de culpa que el hombre anhelaba evadir. Así fue como se ocultó en lo más profundo. Así alude Pablo a esa función de represión como reacción a la culpabilidad: "Porque manifiesta es la ira de Dios del cielo contra toda impiedad e injusticia de los hombres, que detienen la verdad con injusticia: Porque lo que de Dios se conoce, a ellos es manifiesto; porque Dios se lo manifestó... antes se desvanecieron en sus discursos y el necio corazón de ellos fue entenebrecido" (Rom. 1:18-21).

"Sí", puede alguien decir en este lugar, "pero todo lo leído se refiere a los malvados. Esos avatares les afectan a ellos, no a nosotros. Somos cristianos nacidos de nuevo y a diferencia de ellos, no tenemos problema alguno con la culpabilidad reprimida. ¡La sangre de Cristo nos ha limpiado ya de todo eso!". Pero nuestro Señor, el "testigo fiel y verdadero", dice que nosotros también tenemos un problema con el pecado no reconocido: "Y no conoces" tu verdadera condición, declara. Algo ha retardado la venida del Señor, e impedido el fuerte clamor por décadas, a pesar de que seamos cristianos tan sinceros y tan nacidos de nuevo.

El pecador Adán, en el Edén, tenía un problema de "enemistad contra Dios". ¿Podría ser que nosotros, unos seis mil años después, conserváramos la raíz del mismo problema y no nos diésemos cuenta? Pablo dice que "la intención de la carne es enemistad contra Dios". El pueblo de Dios tendrá ciertamente un problema hasta que llegue el momento en que esté realmente preparado para el sellamiento y el final del tiempo de gracia. Si continuamos yendo a nuestras tumbas de la misma manera que lo han hecho incontables generaciones antes de nosotros, desde el mismo Edén, lo que estamos haciendo en realidad es llevar nuestro problema a la tumba. No es hasta que el problema se haya resuelto que el pueblo de Dios podrá estar preparado para "estar en pie en la presencia del Dios santo sin mediador" (El Conflicto de los siglos, p. 478). "Debe llevarse a cabo una obra especial de purificación, de liberación del pecado, entre el pueblo de Dios en la tierra" para que pueda realmente decirse que la enemistad ha desaparecido.

La latente "enemistad contra Dios" está en la raíz del problema. Es la causa por la que se necesita una "expiación final". Pero no nos apercibimos de tal necesidad. Es un pecado del que no somos conscientes. Reaccionamos como nuestro querido hermano Pedro. Años después de su bautismo y ordenación al ministerio, y tras años de discipulado bajo la dirección de Cristo mismo, las motivaciones personales de Pedro estaban todavía ocultas a su conocimiento y comprensión:

Cuando Pedro dijo que seguiría a su Señor a la cárcel y a la muerte, cada palabra era sincera; pero no se conocía a sí mismo. Ocultos en su corazón estaban los malos elementos que las circunstancias iban a hacer brotar a la vida. A menos que se le hiciese conocer [original: hecho consciente de] su peligro, esos elementos provocarían su ruina eterna. El Salvador veía en él un amor propio y una seguridad que superarían aun su amor por Cristo... La solemne amonestación de Cristo fue una invitación a escudriñar su corazón. (El Deseado de todas las gentes, p. 627-628).

¿Pueden expresar más claramente las palabras que el problema de Pedro radicaba en su corazón inconsciente? Cuando nuestro Salvador nos contempla hoy, en la víspera de la gran prueba, ¿qué es lo que ve oculto en nuestros corazones, de lo que debemos ser "hechos conscientes"?

Cuando finalmente Pedro negó a su Señor, hizo lo que ninguno de nosotros se atrevería a repetir el día de la prueba final, cuando "los justos deben vivir sin intercesor, a la vista del santo Dios" (El Conflicto de los siglos, p. 672):

Pedro acababa de declarar que no conocía a Jesús, pero ahora comprendía, con amargo pesar, cuán bien su Señor lo conocía a él, y cuán exactamente había discernido su corazón, cuya falsedad desconocía el mismo. (El Deseado de todas las gentes, p. 659).

Recuérdese, no obstante, que Pedro era un genuino cristiano, nacido de nuevo. Es gracias a Dios que la prueba final no ha llegado todavía, porque ¿quién de nosotros estaría verdaderamente preparado?

El pecado original de Adán y Eva significaron para la cruz del Calvario lo mismo que una bellota significa a un roble. La semilla del resentimiento contra Dios es evidente en la declaración inculpatoria hacia Él, pronunciada por Adán. Pero éste se habría llenado de horror si hubiese comprendido plenamente el alcance de esa semilla, que tras germinar, desembocaría en el homicidio del Hijo de Dios. No habría podido resistir la revelación plena de las dimensiones reales de su culpa. La víctima sacrificial ofrecida en el huerto fue para Adán una representación de la sombra de la cruz, ya que "Adán vio a Cristo prefigurado en el animal inocente que sufría el castigo de la transgresión que él había cometido contra la ley de Jehová" (E.G.W. CBA, vol. 6, p. 1095). Y "temblaba al pensar que su pecado haría derramar la sangre del Cordero inmaculado de Dios. Esta escena le dio un sentido más profundo y vívido de la enormidad de su transgresión, que nada sino la muerte del querido Hijo de Dios podía expiar" (Patriarcas y profetas, p. 54, 55). Pero la conciencia plena de su pecado y culpa les estaba velada a la pareja culpable:

Después que Adán y Eva hubieron compartido el fruto prohibido, fueron invadidos de un sentimiento de vergüenza y terror. En un primer momento, su única preocupación fue cómo excusar su pecado ante Dios, y escapar a la espantosa sentencia de muerte... El espíritu de autojustificación tuvo su origen en el padre de toda mentira, y se ha manifestado en todos los hijos de Adán. (Testimonies, vol. 5, p. 637, 638).

Es por fortuna que desde la caída, la culpabilidad del hombre haya permanecido parcialmente inconsciente, ya que si se hubiese dado plena cuenta de ella, le habría acarreado la destrucción. De ahí la misericordiosa declaración del Creador [margen de la versión King James]: "en el día que comas de él, habrás de morir" (Gén. 2:17). Si Adán y Eva hubiesen sido plenamente conscientes de su culpabilidad en el Edén, eso les habría causado la muerte, tal como la causó a Cristo en la cruz. Hasta la venida de Cristo, nadie la había sentido en su plenitud. Únicamente "al que no conoció pecado, hizo pecado por nosotros" (2 Cor. 5:21).

Frecuentemente nos está velada la auténtica razón por la que actuamos. Puesto que el reconocimiento de la verdadera motivación nos horrorizaría, "detenemos la verdad con injusticia", como dice Pablo. Podemos creer muy sinceramente que estamos actuando según un sentido de justicia, cuando la auténtica motivación puede en realidad ser la crueldad. Podemos muy sinceramente creer que actuamos impulsados por el amor, cuando puede estar moviéndonos el afán de ser aceptados por los demás. Podemos considerar que actuamos por un sentimiento del deber, cuando en realidad es la vanidad la que nos guía. Podemos creer que estamos asegurados en la "justificación por la fe", cuando en realidad nos motiva una preocupación egocéntrica por seguridad personal, lo que implica de hecho que estamos "bajo la ley", en manifiesta ignorancia de la genuina fe neotestamentaria. Podemos pensar que es el amor de Cristo el que nos constriñe, siendo que ciertamente estamos faltos de "bien comprender... la anchura y la longura y la profundidad y la altura" de ese amor, y por lo tanto, estamos en realidad viviendo para nosotros mismos, que es aquello justamente que la cruz debería hacer imposible (2 Cor. 5:14, 15).

Esas racionalizaciones pueden significar un poderoso autoengaño. Y cuanto más ardientemente queramos protegernos de un encuentro cara a cara con nuestras auténticas motivaciones, mas desesperadamente nos aferraremos a nuestras suposiciones equivocadas. Y sin embargo, la realidad de ese estado de "y no conoces", no es algo tan recóndito como para que no podamos reconocer que está ahí. Podemos vislumbrarlo rápidamente si miramos hacia nosotros mismos de manera honesta, y aceptamos la Palabra de Dios con sinceridad e inteligencia.

El colmo del autoengaño se produce, desde luego, cuando el pueblo de Dios, y especialmente sus dirigentes, creen estar motivados por un sano deseo de preservar "la nación", crucificando a Cristo por la motivación real de "enemistad contra Dios". Así, "no saben lo que hacen" (Luc. 23:34). Y siglos después llega el triste día en el que los dirigentes del pueblo de Dios, creyéndose sinceramente motivados por "mantenerse en los antiguos hitos" y preservar el "mensaje de los tres ángeles" rechazan en realidad el principio de la lluvia tardía y el fuerte clamor. En 1888, una vez más "no saben lo que hacen".

Habiendo pasado décadas desde entonces, nos amenaza otra forma de autoengaño. Interpretamos los bautismos en masa, en los países del tercer mundo, como una evidencia de que hemos aceptado la una vez rechazada lluvia tardía, y que por lo tanto, nuestra condición espiritual es satisfactoria. Una vez más, pues, nos jactamos de que "soy rico y estoy enriquecido [crecimiento de la membresía]... y no tengo necesidad de ninguna cosa".

De acuerdo con el mensaje a Laodicea, por lo tanto, el Salvador debe estar todavía orando por nosotros en estos términos: "Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen".

Hemos visto que fue en ocasión de la caída cuando se erigió esa barrera de culpabilidad no reconocida. ¿Existió una cosa tal en Cristo, al hacerse hombre? Hecho "en semejanza de carne de pecado", ¿desarrolló también él esa barrera que nos oculta la realidad de nuestra auténtica culpa?

No. En él no existía una barrera tal, "porque él conocía a todos, y no tenía necesidad que alguien le diese testimonio del hombre; porque él sabía lo que había en el hombre" (Juan 2:24 y 25). Ninguno ha "conocido" como él, hasta la plena profundidad. A lo largo de todo su ministerio, experimentó el peso de ese doloroso conocimiento:

Y viendo Jesús sus pensamientos, dijo: ¿Por qué pensáis mal en vuestros corazones? (Mat. 9:4).

Y Jesús, como sabía los pensamientos de ellos... (Mat. 12:25). Mas él sabía los pensamientos de ellos... (Luc. 6:8).

En diversas ocasiones lo vemos diciendo a sus más fieles discípulos que ellos no conocían sus propios corazones. "No sabéis lo que pedís" (Mat. 20:22). Cuando Santiago y Juan quisieron hacer descender fuego del cielo a modo de retribución sobre los infelices samaritanos, cuyos prejuicios les habían hecho rechazar a Jesús, creían sinceramente estar motivados por un justo celo. En una declaración paralela a aquella que hace al ángel de la iglesia de Laodicea, dice Jesús: "no sabéis de qué espíritu sois" (Luc. 9:55). Como nosotros mismos, esos bondadosos apóstoles, sin duda los mejores hombres del mundo, eran víctimas de su propio desconocimiento. Por emplear la frecuente y adecuada frase acuñada por E. White, sin darse cuenta, habían "cambiado de dirigentes".

Verdaderamente "engañoso es el corazón [humano] más que todas las cosas, y perverso; ¿quién lo conocerá? (Jer. 17:9). Sólo Cristo puede conocerlo plenamente: y lo que conoció le causó finalmente la muerte en la cruz del Calvario. Ninguna barrera de misericordia protegió su consciencia de nuestro pecado. "Al que no conoció pecado, hizo pecado por nosotros..." (2 Cor. 5:21).