Descubriendo la cruz - 10 - La cruz vence el temor

Publicado Feb 19, 2013 por En El precioso mensaje de 1888

Los seres creados por Dios no encuentran dificultad en expresarse según la naturaleza que les es propia. Nos maravillamos ante la fortaleza del león, la gracia de la gacela o el vuelo del águila, pero no los alabamos ni les atribuimos mérito por sus prodigios, dado que se limitan a realizar aquello para lo que fueron creados.

El águila no tiene que debatirse entre deseos contrapuestos de permanecer en la superficie como animal terrestre, y levantar el vuelo como ave. Está perfectamente satisfecha en el elemento para el que fue creada. Nosotros, los humanos, encontramos igualmente fácil realizar las cosas para las que creemos haber sido capacitados, pero se nos hace imposible realizar aquello para lo que sentimos no haber sido dotados. Uno se pregunta si a Jesús le resultó fácil llevar su cruz. ¿No era acaso el Hijo de Dios? ¿No había de ser natural y fácil para el Hijo de Dios cumplir la voluntad de su Padre?

De ser así, su sacrificio tiene muy poco significado para nosotros, puesto que nosotros, decididamente, no encontramos nada fácil hacer lo recto, y aún menos llevar la cruz. Según esa óptica, cuando Cristo me dice ‘toma mi cruz y sígueme’, implica lo mismo que si el águila levantase el vuelo y dijese a un cuadrúpedo terrestre: ¡sígueme!

Cuán frustrante para el pobre animal, en vano intento por seguir a saltos y trompicones el rastro del águila, mientras ésta surca veloz y plácidamente las nubes. Sí, Cristo es el Hijo de Dios y se deleita en cumplir la voluntad de su Padre. Frecuentemente nos sentimos tentados a pensar que es pura ironía su demanda: “Llevad mi yugo sobre vosotros... porque mi yugo es fácil y mi carga ligera” (Mat. 11:29 y 30). Somos tan diferentes a él, suponemos, como lo es el caballo del águila. Lo que es fácil para ella, resulta imposible para otra criatura.

El dilema me preocupó durante años, hasta que descubrí una verdad en los Evangelios que me resultó como otra puerta abierta que permitía avanzar en la profundidad del corazón de Cristo.

¿Tenía Cristo una lucha interna?

Si le resultó fácil llevar su cruz y seguir la voluntad de su Padre, ha de ser porque tenía solamente una voluntad –la de su Padre–, de igual forma en que el águila tiene una sola voluntad, que es la de ser aquello para lo que fue creada. El águila no conoce conflicto por tener que ser algo diferente del animal volador que es.

Cierta profecía me había llevado a concluir que Cristo tuvo una sola voluntad. Hablando proféticamente de Cristo, el salmo registra sus propias palabras: “Entonces dije: ‘Aquí vengo, en el rollo está escrito de mí. Dios mío, me deleito en hacer tu voluntad, y tu Ley está en medio de mi corazón’” (Sal. 40:7 y 8). Tan importante es ese asunto de la “voluntad” de Jesús, que el autor del libro de Hebreos especifica que “en esa voluntad somos santificados por la ofrenda del cuerpo de Jesucristo hecha una sola vez” (10:10). La “voluntad de Jesús” es noticia de primera página en la enseñanza bíblica. Comenzó a parecerme que Jesús era algo similar a un autómata, una maquinaria programada para “deleitarse” en hacer aquello que resultaba imposible a cualquier otro en el mundo, o al menos así me resultaba a mí y a la mayoría de personas que conocía. Era como mi águila atravesando placenteramente el cielo, mientras que yo tropezaba en un obstáculo tras otro aquí abajo, mientras clamaba: “Me dices ‘Sígueme’, pero ¡no puedo!”

Lo que me faltaba por leer

Cuando Jesús vino, dice la Escritura que Dios, “al enviar a su propio Hijo en semejanza de carne de pecado, y como sacrificio por el pecado, condenó al pecado en la carne” (Rom. 8:3). Es evidente que el “Águila” se convirtió en lo que yo soy, en un terrestre: ¡se deshizo de sus alas! Si Cristo vino “en semejanza de carne de pecado”, es decir, en mi carne, debió enfrentar tanto conflicto en esa carne, como el que aflige a la mía; y no debió resultarle a él más fácil que a mí el hacer la voluntad de su Padre. Fue en mi carne humana en la que “condenó al pecado”, no en carne impecable. Ningún águila puede condenar sabiamente a una vaca por ser incapaz de volar. El rumiante tendría toda razón para protestar: ‘¡qué sabes de mi condición!’

Comprendí que Jesús reconoció abiertamente sostener un conflicto en su alma, tanto como yo en la mía. Cierto, fue infinitamente diferente de mí en que nunca cedió a un deseo egoísta, mientras que yo sí. Pero como Hijo del hombre, conoció el problema de las dos voluntades; y no fue sin lucha como sometió su propia voluntad a la de su Padre.

Si bien el salmista dijo de él, “Dios mío, me deleito en hacer tu voluntad”, obsérvese lo que le costó: “Estoy abrumado de tristeza, hasta el punto de morir... Padre mío, si es posible, pase de mí esta copa. Sin embargo, no sea como yo quiero, sino como quieras tú” (Mat. 26:38 y 39). Un terrible conflicto. Jesús tenía una voluntad propia que rehuía de forma natural el llevar la cruz, de igual forma en que mi voluntad la rehuye. Declaró: “no sea como yo quiero”. Lo que finalmente hizo, está tan claro como el lenguaje permite expresar: Negó su propia voluntad, se negó a sí mismo. Además, queda claro también que le resultó imposible seguir la voluntad de su Padre a menos que negara primeramente la suya propia, dado que ambas estaban en abierto conflicto. Ambas se cruzaban, y formaron la cruz.

¡Solemne pensamiento!

Una vida de lucha

Comencé a avergonzarme de mí mismo por haber imaginado que Cristo desconociese el conflicto.?Ahora bien –razonaba para mí– conflicto significa algo muy distinto para diferentes personas. A algunos les gusta y lo encuentran fácil. Esa negación de su propia voluntad que Jesús practicó, quizá para él resultara fácil. Pero yo encontraba decididamente difícil negar la mía. ¿No estaría proyectando equivocadamente mi propia experiencia en la de Jesús??Recordé entonces lo que escribió Lucas sobre la lucha de Jesús: “En su agonía, oraba más intensamente. Y su sudor fue como grandes gotas de sangre que caían a tierra” (Luc. 22:44). Entonces me sentí aún más avergonzado de mí mismo, por haber imaginado que el conflicto fuese algo fácil para él.

No sólo en Getsemaní

No es sólo allí donde encontramos un registro de su conflicto. Toda su vida fue de lucha. “De mí mismo, nada puedo hacer... no busco mi voluntad, sino la voluntad del que me envió” (Juan 5:30). “He descendido del cielo, no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me envió” (Juan 6:38). Dicho de otra forma, descendió del cielo para pelear nuestra lucha en lugar nuestro, con nuestra carne y naturaleza, para enfrentar el conflicto con el que debemos batallar, y para someter su voluntad allí donde nosotros hemos satisfecho la nuestra de forma egoísta y pecaminosa.

Su indicación, “sígueme”, por lo tanto, está cargada de razón, pues él “condenó al pecado” (es decir, a la satisfacción egoísta de la propia voluntad) en nuestra carne. Nunca aflojó la mano con la que se sujetaba de lo alto, pero la lucha fue terrible, mucho más de lo que lo es la nuestra. Y haciendo así, marcó una profunda diferencia en la vida humana en nuestro planeta.

No puede estar más equivocado al suponer que Cristo fue algo parecido a un autómata. Era un hombre libre, con la plena capacidad de elegir por sí mismo qué camino seguiría. De hecho, no es posible concebir el amor sin libertad de elección. ¿Quién daría valor a alguien privado de la razón, que repitiera como un magnetofón, “te quiero”?

Había otro problema. ¿Acaso no fue Cristo un auténtico “genio” espiritual? Su amor fue sin parangón, y la negación de sí mismo durante toda su vida y en la cruz son un hecho sorprendente. Ahora bien: ‘¿No es para mí tan imposible seguir a Jesús, como lo es seguir el genio matemático de Einstein?’ En la escuela nunca destaqué por las matemáticas. Si Dios me pidiera que, a fin de llegar al cielo, razonara de nuevo las fórmulas que hicieron posible la bomba atómica – como hizo Einstein–, mi frustración sería indescriptible. Puedo maravillarme por lo que Einstein hizo, y ciertamente me maravillo por lo que Cristo hizo, pero en ambos casos sin ver posibilidad alguna de seguir a uno u otro.

Una diferencia importante

Pero el genio de Einstein por las matemáticas no fue como el de Cristo por el amor. Einstein nunca se ofreció para enseñarme nada, nunca me hizo promesa alguna en el sentido de que si lo seguía, si lo miraba a él, sería capaz de inventar toda clase de maravillas nucleares (La ilustración de la bomba atómica está en el polo opuesto de lo que quiero describir. Pido al lector que imagine exactamente lo contrario, algo con un poder semejante, pero para el bien. Un amor tan potente y contagioso que revolucionara el mundo, librándolo del egoísmo humano).

Por contraste, Cristo me prometió que podría recibir en mi corazón ¡el mismo amor que él poseyó! Me instruiría en su amor, de forma que pudiese convertirme, no en un aprendiz de Einstein, sino en algo infinitamente más maravilloso, en un “representante” de Cristo con capacidad para servir en su ministerio de amor hacia mis semejantes.

Ciertamente Cristo no me promete el que pueda realmente duplicarlo. Aún así, la percepción del mundo irá en esa dirección, al ver en mí el reflejo de Cristo. Puedo acercarme a él en servicio abnegado. Así es como vio el mundo a los discípulos en Antioquía, cuando los llamó por primera vez “cristianos” (que significa ‘como Cristo’, cercanos a él).

El puente

Fue entonces cuando descubrí el puente que salvaba el último precipicio. Filipenses 2:5 al 8 me hablaba de los siete pasos que Cristo dio al abandonar su exaltada posición en el cielo:

(1) “no estimó el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse”. (2) se “despojó a sí mismo”.?(3) tomó la “forma de siervo” (en griego, esclavo).?(4) descendió aún más bajo que los ángeles (quienes son siervos), al hacerse “semejante a los hombres”.

(5) eligió nacer, no como rey en un suntuoso palacio, ni como el descendiente de un rico, sino que “hallándose en la condición de hombre, se humilló a sí mismo”, y aceptó la ruda disciplina de un pobre obrero que tenía que ganarse el sustento con sus manos.

(6) fue “obediente hasta la muerte”.?El último paso me obligó a hacer una pausa. Al pensar en él comprendí que ningún suicida es “obediente hasta la muerte”. Lo que el suicida hace es buscar el sueño y la inconsciencia, no someterse al terror de la segunda muerte. Pero Cristo fue obediente hasta la maldición de ser colgado en un madero. Gálatas 3:13. Estaba “gustando” la condenación eterna, bebiendo, en el sentido más profundo e infinito, el veneno de esa maldición destructora del alma, lo estaba saboreando, absorbiendo, “por todos”. ¡Indescriptible amargura! Como Dios-hombre, podía sentir el dolor y agonía humanos hasta un grado infinito, grado que jamás ha “gustado” hombre alguno.?Pero lo que cerraba por fin el puente es esa indicación que nos es dada, precediendo a la descripción del sacrificio de Cristo: “Haya pues, en vosotros este sentir que hubo también en Cristo Jesús” (Fil. 2:5). No podemos repetir su sacrificio, pero es nuestro privilegio aprender a apreciarlo.?En otras palabras, si permito al Espíritu Santo que escriba esa mente de Cristo en mí, su voluntad vendrá a ser la mía, de igual forma en que la voluntad del Padre vino a ser su voluntad. No sólo eso: me habría de “deleitar” en ello. Significaba el punto final a toda idea de lamento por el “gran sacrificio” que estaba haciendo.?Ahí estaba el último paso:?(7) Como hemos visto, la “muerte de cruz” implicaba para Cristo el entregar su seguridad eterna.?Infunde ánimo el saber que ese amor abnegado es una posibilidad para el hombre pecaminoso, mediante Cristo.

Cristo puede morar en el corazón por la fe, y puede hacer que aprendamos a servirle por amor, y no por motivos egoístas. Pero ¿lo ha logrado ya alguien?

Dos seres humanos que comprendieron ese amor

Uno fue Moisés. Israel había “cometido un gran pecado” al hacerse dioses de oro. Dios propuso a Moisés que se apartase de ellos. “Déjame”, dijo a Moisés, “que los destruya y borre su nombre de debajo del cielo, y yo te pondré sobre una nación fuerte y mucho más numerosa que ellos” (Deut. 9:14). Le estaba ofreciendo ¡tomar el lugar de Abraham, Isaac y Jacob, como progenitor del “pueblo escogido”! ¡Todo un honor! Esa propuesta le garantizaba a Moisés la salvación y la honra por la eternidad.

Por supuesto, le supuso una severa tentación. En cuanto a Israel, podía sentir que no tenía obligación alguna hacia el pueblo, puesto que había pecado y merecía perecer. Pero Moisés hizo algo totalmente contrario a la naturaleza humana que nos es común.

Propuso que fuese borrado del cielo el nombre de algún otro – el suyo propio–, si no era posible perdonar a Israel. “Te ruego que perdones ahora su pecado, y si no, bórrame del libro que has escrito” (Éx. 32:32). El amor de Moisés fue mayor que su deseo de seguridad personal por el cielo, por la vida y honor eternos. ¿Puedes imaginarlo?

Otro ser humano que conoció una amor abnegado como ese, fue Pablo: “porque deseara yo mismo ser anatema, separado de Cristo, por amor a mis hermanos, los que son mis parientes según la carne; que son israelitas” (Rom. 9:3, 4). Por tanto tiempo como nuestra motivación principal para seguir a Cristo sea nuestro propio deseo de seguridad personal, estaremos destituidos de “la mente de Cristo”, y de llevar su cruz. Cristo no fue ningún “oportunista”, como no lo fueron Moisés ni Pablo. Su auténtico pueblo, los que “siguen al Cordero por dondequiera que va”, tampoco lo será.

El último refugio del “viejo hombre”

El último bastión que se resiste a entregar es la codicia por la recompensa, junto a su baluarte natural: el temor a la pérdida personal. Desde luego, es contrario y ajeno a la cruz. En el primer pecado del hombre estuvo implicado un deseo de igualdad con Dios, el ser como Dios, poseer en sí mismo la inmortalidad. Nuestros primeros padres conocieron el temor por primera vez, tras haber cedido a esa tentación. Ese mismo temor acompaña también al último pecado del hombre, y la cruz es el único remedio para erradicarlo, e implantar el amor en su lugar.

Pero lo que llamamos amor, no es amor si tiene en el temor su fundamento. El interés propio nunca es la base del amor genuino, el ágape. La búsqueda de la propia seguridad es lo contrario al amor genuino. Eso es evidente, a partir de lo escrito por Juan: “En el amor [ágape] no hay temor, sino que el perfecto amor echa fuera el temor, porque el temor lleva en sí castigo. De donde el que teme, no ha sido perfeccionado en el amor” (1 Juan 4:18).

Juan está considerando el problema básico de la ansiedad que padece el ser humano. Todos nacemos con ella. El “castigo” que lleva en sí se expresa de muchas maneras, incluyendo padecimientos físicos cuyo origen está en la ansiedad. La medicina reconoce infinidad de padecimientos frecuentes relacionados con ella.

Cuando Cristo, el “Sol de justicia”, nace en el corazón, trae salud en sus alas (Mal. 4:2). Son expulsados el temor y la ansiedad, y se restablece la salud.

El temor, expulsado

¿Cómo? Mediante la crucifixión del “viejo hombre”, mediante la crucifixión del ego, juntamente con Cristo. La ansiedad es el temor del que se alimenta el ego. Si bien el temor es algo evidente, algo que vemos claramente, algo así como el tren que llega por las vías a toda velocidad, la ansiedad es una categoría de temor que se esconde bajo la superficie, un miedo sutil que no podemos palpar fácilmente, que nos cuesta identificar, debido a que la auténtica identidad del “viejo hombre” nunca se muestra abierta y completamente.

¿Cómo hace el amor para echar fuera al temor?

Revela el amor de Cristo manifestado en la cruz, así es como lo realiza.?Hemos visto que el puente que une el último vacío entre nosotros y la total comunión con Cristo es la entrega de la voluntad, precisamente de la misma manera en que Cristo, en nuestra carne, sometió su voluntad. “En esa voluntad somos santificados por la ofrenda del cuerpo de Jesucristo hecha una sola vez”. Por lo tanto, “tenemos plena seguridad para entrar en el Santuario, por la sangre de Jesús, por el nuevo y vivo camino que él nos abrió, a través del velo, esto es, de su carne” (Heb. 10:10, 19 y 20). Al someter su voluntad al Padre, cumplió ese amor. Cuando sometemos a él nuestra voluntad, tal amor se cumple también en nosotros. El camino a la plena seguridad está en su “carne” (en su humanidad). La ansiedad es básicamente lo que la Biblia denomina el “temor de la muerte” (Heb. 2:15). Ahora bien, a lo que solemos referirnos por “muerte”, la Biblia lo llama “sueño”. Pocos lo temen. Nuestro “temor de la muerte” se refiere a la segunda muerte, a la desnudez, la soledad, el olvido, al horror de las tinieblas impenetrables que sobrevienen cuando uno es separado para siempre de la presencia y de la luz de Dios, de su gran universo de vida y alegría.

Esa ansiedad encubierta afecta a cada aspecto de nuestra vida, está presente ¡hasta en los sueños! Sólo cuando percibimos las dimensiones del sacrificio de Cristo en la cruz podemos afrontar el problema de la ansiedad.

Puedes

Eres capaz de responder al amor de Cristo. Si alguien te hiciera un precioso regalo, la respuesta natural sería el ferviente agradecimiento. Más aún, en concordancia con el valor del don, sentirías de forma natural el deseo de demostrar tu gratitud a ese benefactor por su acción. Tu naturaleza humana posee esa capacidad de respuesta agradecida y gozosa. Es una parte de tu ser. Casi es algo instintivo. Diariamente decimos ‘gracias’ una y otra vez por atenciones recibidas, y aguardamos oportunidades para responder.

Esa respuesta espontánea, simple y desinteresada de nuestra humanidad es todo cuanto Dios haya pedido jamás al ser humano. Cristo se dio a sí mismo por nosotros en la cruz. Si no lo vemos, o si dejamos de sentir la realidad del don o sacrificio implicado, no seguirá de forma natural respuesta alguna de sacrificio amante por nuestra parte; en lugar de él existirá sólo nuestro deseo egocéntrico por seguridad personal, que deja intacto el temor en el que se funda. Una respuesta de esa naturaleza, tibia y a medio camino, es el resultado inevitable en todo corazón donde Satanás haya tenido éxito en oscurecer la realidad de lo que Cristo dio por nosotros.

Pero cuando vemos lo que sucedió en el Calvario, algo comienza a movernos. “Por medio de la muerte [la segunda muerte]” Cristo destruyó “al que tenía el imperio de la muerte, esto es, al diablo”. Y así, libró “a todos los que por el temor de la muerte estaban durante toda la vida sujetos a servidumbre” (Heb. 2:14 y 15). Verdaderamente,

¿Quién podrá conocer?la profundidad de las aguas que cruzó?y las tinieblas de la noche que el Señor pasó para encontrar a su oveja perdida?

Comencemos

De hecho, ya hemos comenzado la búsqueda. Mientras que Satanás intenta sumergirnos más y más en la marea de la búsqueda de la satisfacción del yo, sensual o material, podemos observar un fenómeno interesante. “Cuando el pecado abundó, sobreabundó la gracia” de Cristo. Si nos mantenemos aferrados a la cruz, Satanás será derrotado una y otra vez. Muchas personas alrededor del mundo responderán como lo hizo Pablo:

“El amor de Cristo nos constriñe, pensando esto: que si uno murió por todos, luego todos murieron; y él por todos murió, para que los que viven ya no vivan para sí, sino para aquél que vivió y resucitó por ellos” (2 Cor. 5:14 y 15).

A todo aquél que lo haya visto y conocido ¡le resulta sencillamente imposible continuar viviendo para sí! Encierra un poder irresistible. Eso es lo que debía tener Pablo en mente cuando declaró: “La palabra de la cruz... es poder de Dios” (1 Cor. 1:18).

Poder, ¿para qué? Para cambiar lo más incambiable que existe, que es la mente egoísta del hombre. Cambian los patrones de pensamiento, y el amor reina (“nos constriñe”). Espero no ser mal entendido al afirmar que, en realidad, viene a resultar fácil el seguir a Cristo. Jesús prometió que así sucedería, cuando declaró: “mi yugo es fácil y ligera mi carga” (Mat. 11:30). La cruz lo hace posible.

Podemos ahora comprender lo que quiso decir Pablo al escribir: “Lejos esté de mí gloriarme, sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo” (Gál. 6:14). Y ahora que hemos tenido una vislumbre también nosotros, de lo que Pablo vio en su día, nuestros corazones claman: ‘Sí, Pablo, ¡estamos contigo! Nos arrodillamos también a los pies del Crucificado y lo confesamos como el Señor de nuestras vidas, como el Rey de nuestro amor, como el eterno Soberano de nuestros corazones’.

Cristo es mi amante Salvador, mi bien, mi paz, mi luz; pues demostró su grande amor muriendo allá en la cruz. Cuando estoy triste encuentro en él consolador y amigo fiel; consolador y amigo fiel es Jesús.