Descubriendo la cruz - 9 - Cómo descubrí la cruz

Publicado Feb 19, 2013 por En El precioso mensaje de 1888

Siendo joven oí la historia de la cruz de Jesús, con sus desgarradores detalles. Había oído también la historia de mártires de la Edad Media que murieron por su fe. A mi joven mente le resultaba difícil distinguir entre el sufrimiento de Jesús en la cruz, y el de los fieles mártires.

De hecho, algunas de las torturas sufridas por los fieles de la Edad Media se me antojaban incluso más dolorosas que las de la crucifixión de Cristo. En muchos casos se trataba además de martirios mucho más prolongados en el tiempo.

Al ir creciendo, comencé a apreciar algo mejor el dolor más allá de lo físico que caracterizó el sufrimiento de Cristo. Comencé a apreciar mejor la vergüenza y la soledad a las que tuvo que hacer frente. Todos sus discípulos y amigos lo abandonaron y huyeron, mientras que la mayoría de los mártires tuvieron al menos alguien que les infundiera ánimo en sus últimas horas. No obstante, continuaba encontrando difícil el reconocer que el sufrimiento de Cristo fue mucho más intenso que el de algunos a quienes podía imaginar en medio de la peor tortura física, así como en la soledad del rechazo.

Por otra parte me parecía que uno podría soportar mucho mejor la amargura del dolor si era capaz de vislumbrar ante sí la recompensa de un futuro luminoso. Se me había enseñado que cuando una persona muere, si había sido buena, iba al cielo a recibir su recompensa, y si era mala, al lugar opuesto, para la tortura y castigo merecidos. Indudablemente Jesús había sido bueno. Por lo tanto, razonaba que tan pronto como murió debió ir directamente al cielo para disfrutar de una grata acogida en el paraíso, junto a su Padre y los ángeles. En la promesa que dirigió al ladrón arrepentido (Luc. 23:43, “de cierto te digo, hoy estarás conmigo en el paraíso”) me parecía encontrar justificada la seguridad de tal cosa.?Jesús murió sobre las tres de la tarde del viernes, y resucitó temprano, la mañana del domingo. Por lo tanto, concluí que debió pasar ese tiempo en el cielo, o al menos en el paraíso, fuese éste como fuere. El anticipo de eso pudo bien haberle reconfortado durante la dura prueba. Es casi increíble lo que el ser humano es capaz de resistir cuando posee la seguridad de una recompensa casi inmediata. ¿Dónde se encontraba la “gloria” exclusiva de la cruz de Cristo?

La duración de su sufrimiento físico no parecía especialmente prolongada. Desde los azotes hasta la agonía final no debieron transcurrir más de doce o quince horas. ¡Interminables, desde luego! Ni por una fracción de tiempo habría deseado sufrir un dolor así, pero muchos se han visto obligados a soportar la tortura durante más tiempo, y sin la expectativa de un inminente fin de semana en la gloria, como el que suponía yo que debió sostener el ánimo de Cristo.

Sin poder alcanzar la cruz de Cristo

Quizá, me decía, lo que lo hace tan especial es el hecho de que el Sufriente fuese precisamente el Hijo de Dios, quien estaba conociendo todas esas agonías que los pobres humanos experimentamos en ocasiones. Me sentía en cierto modo sobrecogido, algo así como si un gran monarca hubiese condescendido en venir a dormir por una noche bajo el techo de nuestra humilde morada familiar, hubiese compartido con nosotros las penosas labores en el huerto, y hubiese accedido a compartir con nosotros la sencilla mesa. Aún maravillándome por ello, me resultaba difícil de comprender. Me preocupaba que no se hubieran despertado en mí esos sentimientos de profunda apreciación del corazón que la cruz parecía haber producido en otros. Según había oído, se esperaba que pudiese “gloriarme” en la cruz de Cristo, que sintiese alguna emoción inusual que agitara mi corazón desde lo profundo. De hecho, hasta vi a algunos derramar lágrimas ante la visión del Crucificado. Yo me sentía incapaz de ello, y eso me preocupaba.

Parecía escapárseme de los dedos eso que Pablo sintió, y que le hizo exclamar: “lejos esté de mi el gloriarme, sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo” (Gál. 6:14).

Me esforzaba

Deseaba sentirme impresionado, de la forma en que creía que debía serlo. Pero no podía evitar razonar así: si el Sufriente era el Hijo de Dios, su conciencia de ese hecho debió sin duda facilitarle el resistir en las pruebas, en contraste con nuestra limitación e ignorancia, que las convierten en doblemente inquietantes y dolorosas. Él sabía todas las cosas. Sabía “que había salido de Dios, y a Dios volvía” (Juan 13:3). Por lo tanto, ¡no debió resultarle difícil resistir durante un corto período de tiempo las aflicciones físicas que nosotros tenemos que soportar por largos años! No veía, pues, qué había de sublime.

Recuerdo haber leído la experiencia de un hombre que en cierta época había sido el más rico del mundo: Henry Ford, el fabricante de los populares y lujosos automóviles. Paseándose de incógnito junto a unos amigos por ciertos caminos, el señor Ford había elegido caprichosamente conducir el popular y modesto modelo “T”. El automóvil se averió, como era bastante frecuente que les sucediera a sus clientes menos acomodados, y se vio obligado a buscar recambios en un taller del pueblo. Aunque le supuso un breve contratiempo, la historia indica que disfrutó con la experiencia. Sentí que una de las razones debió ser que él sabía, en el fondo, que no dependía de aquel humilde Ford “T” para regresar a su casa. Una llamada telegráfica le habría sin duda traído alguna de sus lujosas limusinas como medio de rescate. Con una confianza que no estaba al alcance de los demás, el señor Ford podía sentir placer, en una experiencia que al viajero motorizado de aquellos días le habría causado una angustia considerable.

¿Acaso no estaba Cristo en una situación similarmente ventajosa, me preguntaba? En cualquier momento de sus pruebas, según dijo a Pedro, él podía orar a su Padre, quien le enviaría más de doce legiones de ángeles (Mat. 26:53). El soldado que va protegido con chaleco antibalas siempre se mostrará más valiente que el que no lo lleva.

Lo de “salvo por la fe” me causaba perplejidad

Había oído decir que somos salvos por la fe. Pero a mí me resultaba imposible obtenerla. ¿Había en mí algo equivocado, o quizá Dios me había desechado, permitiendo mi perdición debido a mi incapacidad por apreciar de la forma debida lo que su Hijo había hecho por mí? ¿Se trataría quizá de forzarme a decir que sentía algo que en realidad no sentía? ¿Daría eso resultado? Me resultaba terriblemente difícil confesar un sentimiento que no poseía. Procuraba desesperadamente ser salvo, pero también ser sincero. Ciertos escritores y predicadores sostienen que a los humanos nos resulta imposible comprender el significado real de la cruz, o apreciar lo que significó para Jesús. Según ellos, deberemos esperar hasta la eternidad. Pero esas declaraciones, lejos de tranquilizarme, no hacían más que aguzar mi desazón. Había comprobado que, según el Nuevo Testamento, el fenómeno de la cruz había conmovido profundamente a los apóstoles –Pablo incluido– en sus días en esta tierra. Algo extraordinario los sobrecogió. Sí, hasta el punto de sufrir la pérdida de todas las cosas, y en lugar de lamentarse por ello, “por causa de Cristo” estar gozosos “en las debilidades, en afrentas, en necesidades, en persecuciones, en angustias” (2 Cor. 12:10).

No conocía esa disposición a padecer por causa de Cristo; en todo caso ¡no hasta el punto de sentirme gozoso al sufrir por él! Sin duda, los apóstoles vivieron una experiencia que yo desconocía, y por todas las evidencias, no la conocería hasta el más allá. El grave problema radicaba en mi temor a no llegar nunca al cielo, precisamente debido a no haber cumplido el requisito de tener esa experiencia. Me sentía atrapado en un círculo de desesperanza.

Alguien podría estar pensando en interrumpirme en este punto, y decirme: ‘Lástima que yo no hubiese podido estar allí para ayudarte. No necesitabas sentir ningún tipo especial de aprecio por la cruz de Cristo. Simplemente, tenías que aceptar a Cristo como a tu Salvador, de la misma forma en que firmas la póliza de un seguro. No sientes entonces emoción ni gratitud alguna al firmar sobre la línea de puntos, y sin embargo, en el momento de estampar tu firma, quedas cubierto del riesgo especificado. Es todo lo necesario para ser salvo’.

Ya había pensado en eso. Sabía que muchos veían las cosas de esa manera. Pero su complacencia me parecía estar muy lejos de la ardiente devoción de los apóstoles por Cristo. Pablo se “gloriaba” en llevar la cruz del sacrificio, tal como Jesús la llevó:

“Tres veces fui azotado con varas. Una vez apedreado. Tres veces naufragué. Una noche y un día pasé a la deriva en alta mar. Anduve de viaje muchas veces. Estuve en peligro de ríos, en peligro de salteadores, en peligro de los de mi raza, en peligro de los gentiles. Peligros en la ciudad, peligros en el desierto, peligros en el mar, peligros entre falsos hermanos. En trabajo y fatiga, en muchos desvelos, en hambre y sed, en muchos ayunos, en frío y desnudez... Si es necesario gloriarse, me gloriaré en mi debilidad” (2 Cor. 11:25-30).

El tipo de fe que uno tiene cuando firma la póliza de seguros, a duras penas tiene el poder para arrastrarlo una vez por semana hasta el banco de la iglesia. Pero Jesús declaró: “cualquiera de vosotros que no renuncia a todo lo que posee, no puede ser mi discípulo”; “el que no carga su cruz y viene en pos de mí, no puede ser mi discípulo” (Luc. 14:33,27). Eso me impresionaba profundamente. O bien descubres el poder para servir a Cristo como hicieron esos apóstoles, o no eres un verdadero cristiano.

Mis dudas eran correctas, y el hecho de que las tuviera era probablemente la mejor evidencia de que el Espíritu Santo no me había abandonado. Como pecador que soy, no era mejor que ningún otro ser humano, ni tampoco peor. Tenía el potencial para una verdadera apreciación del corazón por la cruz de Cristo. Lo que me faltaba era la comprensión de lo que implicaba la cruz, lo que significó la cruz, para el Crucificado. Por ignorancia y sin mala intención, mis padres y dirigentes religiosos me habían enseñado un error que oscurecía el amor de Cristo, ocultándome en gran medida su belleza y poder. Ese error proyectaba sombras tan densas como los negros nubarrones sobre las cumbres nevadas. Los apóstoles, en el Nuevo Testamento, habían estado contemplando algo que yo jamás había visto. Y eso que vieron los motivó a una devoción incondicional por Cristo. Mi parálisis espiritual se debía a haber estado privado de la visión que ellos pudieron contemplar.

Lo que impide ver la cruz

El error consistía en la noción popular de la inmortalidad natural del alma, la enseñanza de que uno no puede realmente morir, que la “muerte” es en realidad una liberación inmediata a otro nivel de vida. De igual forma en la que una simple deficiencia vitamínica puede producir los más graves trastornos, ese error básico prestado del antiguo paganismo pero manufacturado por el cristianismo, produjo en mi mente una reacción en cadena resultante en la confusión.

En el jardín del Edén, el Creador había dicho claramente a Adán y Eva que si pecaban, en “el día” de su transgresión, morirían (Gén. 2:17). Quería decir exactamente lo que decía. Fue el diablo quien lo contradijo llanamente, diciéndoles: “No es cierto. No moriréis” (Gén. 3:4).

En efecto, el tentador estaba estableciendo las bases del paganismo y del cristianismo nominal, al afirmar que no existía una cosa tal como muerte. ‘Ningún hombre puede perecer, el alma es intrínsecamente inmortal’, fue su mensaje. Esa idea vino a convertirse, no sólo en la piedra angular de la religión pagana, sino que infiltró la doctrina de muchas iglesias cristianas. A primera vista, el error puede parecer inocente, pero consideremos cómo afecta a la cruz de Cristo: Contradice directamente la Escritura que dice: “Cristo MURIÓ por los impíos”, y “Cristo MURIÓ por nosotros” (Rom. 5:6,8). La estrategia de Satanás consiste en que lo entendamos así: ‘Cristo, realmente, no murió en absoluto por nosotros. Sufrió meramente dolor físico, confortado por su seguridad de que no tenía nada que perder, que no arriesgaba nada, puesto que era imposible que muriese’. Si no había ninguna expectativa de pérdida, nada podía padecer más allá del mero dolor físico.?Tan pronto como clamó, “Consumado es”, fue al cielo (algunos sostienen que visitó primero el infierno para predicar a los espíritus encadenados, pero de ser así, yo entendía que debió ser en calidad de misionero, y no como el que va a sufrir el tormento de los perdidos. Sea como fuere, según ese concepto, no murió de ninguna de las maneras, sino que simplemente entró en una existencia superior).

¿Dónde está el sacrificio? ¡Desaparece! Y esa vanidad e ineficacia representan precisamente la forma en la que Satanás quería que yo percibiese la cruz de Cristo.?En comparación con la muerte de mártires o de soldados que dan la vida por su nación, o con la de héroes que dan la vida por sus amigos, poco había de especial en la cruz de Cristo. De hecho, a su sacrificio le faltaba incluso una noble cualidad presente en el sacrificio de soldados y héroes, dado que su muerte significaba para él seguridad, mientras que para ellos significaba perderla. Siendo así, Jesús no se habría desprendido realmente de nada, y menos aún de sí mismo. Y cuando Juan 3:16 dice que “de tal manera amó Dios al mundo que dio a su Hijo unigénito”, habría que entender que sólo lo prestó.

Mediante ese error de la inmortalidad natural del alma, su autor pretende reducir la historia del Calvario a la mezquindad de un drama fingido. Suficiente para paralizar la devoción de quienes profesan seguir a Cristo. Si logra impedir que aprecien la cruz de Cristo, su amor resultará sofocado, y su devoción malograda.

La dimensión real del sacrificio de Cristo

Los sufrimientos de Cristo fueron incomparablemente mayores que los debidos al dolor físico, o a la tortura de cualquiera de los mártires. Nada hay de fingido o pretendido en la carga que sobrellevó. Dice la Escritura: “Jehová cargó en él el pecado de todos nosotros” (Isa. 53:6).

¿Cuál es el resultado del pecado? “vuestras iniquidades han hecho división entre vosotros y vuestro Dios, y vuestros pecados han hecho que oculte de vosotros su rostro” (59:2). El pecado deja al alma en la más desesperada privación y soledad, destruye todo sentido de seguridad. El Señor puso verdaderamente sobre él el pecado de todos nosotros. Eso significa que “cargó” sobre él los mismos sentimientos de culpa, soledad, inseguridad y desesperación que tan conocidos nos resultan. Fue esa carga depositada sobre él, la que separó a Cristo de su Padre.

Antes de apercibirme de esa verdad me parecía imposible concebir que Cristo se hubiera sentido realmente abandonado. La Biblia especifica que clamó: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?” ¿Fue ese el lenguaje teatral de alguien que sigue un guión, o fue el sincero clamor de un corazón oprimido por la angustia más amarga e indescriptible?

Cristo no llevó esa carga del modo en que solemos cargar un fardo a nuestros hombros: la llevó en lo más profundo de su propia alma. Pedro declaró que “él mismo llevó nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero” (1 Ped. 2:24). Fue en su propio sistema nervioso, en su mente, en su alma, en su conciencia más profunda, donde Jesús cargó con la mortífera mercancía. Pablo fue aún más explícito: “al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado” (2 Cor. 5:21).

Cristo, libre de pecado

Jamás cometió pecado, pero fue hecho “maldición por nosotros (pues está escrito: ‘Maldito todo el que es colgado en un madero’)” (Gál. 3:13). El “pecado” y la “maldición” quedan aquí identificados. Las declaraciones de Pablo indican que la identificación de Cristo con nuestro pecado, tal como lo llevó en la cruz, fue de una horrible realidad. “La paga del pecado es muerte” (Rom. 6:23). Si Cristo fue hecho pecado por nosotros, si fue hecho maldición por nosotros, estaba claro que habría de sufrir la paga del pecado.

Cristo está muy próximo a nosotros, “porque el que santifica [Cristo inmaculado] y los que son santificados [los pecadores], de uno son todos; por lo cual no se avergüenza de llamarlos hermanos” (Heb. 2:11). Pero ¿cómo cargó con nuestra muerte?

La paga del pecado

¿En qué consiste esa muerte, esa “paga del pecado” que Cristo sufrió? La Escritura nos habla de dos tipos de muerte: (a) a una la llama “sueño” (Juan 11:11,13): es la muerte que contemplamos cotidianamente. Y (b) la otra es la verdadera muerte, la segunda muerte (Apoc. 2:11; 20:6; 21:8). Esta última significa separación eterna de Dios; adiós a la luz, al gozo, a la existencia; adiós para siempre.

Fue esa “segunda muerte” la que Jesús experimentó. “Para que por la gracia de Dios experimentara la muerte por todos” (Heb. 2:9). Puesto que la experimentó por todos, este sueño que llamamos muerte no puede ser lo que él “experimentó”, ya que cada uno de por sí experimenta ese tipo de muerte hasta el día de hoy. Aquello que Jesús experimentó en lugar nuestro ha de ser algo de lo que nos libre.

De hecho, Cristo murió la muerte que el Creador había anunciado a Adán y Eva que habrían de morir el día en que pecaran, la muerte que el pecado haya de producir a los perdidos al fin. Jesús la sintió tanto como un ser humano pueda sentirla, puesto que “debía ser en todo semejante a sus hermanos... pues en cuanto él mismo padeció siendo tentado” (vers. 17 y 18). Así, la muerte que Jesús murió en la cruz fue la plenitud de la amarga copa de desesperación y ruina que constituirá la “paga del pecado” final.

Eso tenía que incluir la ocultación del rostro del Padre. No hay esperanza, no hay luz alguna, en la segunda muerte. Ninguna expectación de resurrección puede aliviar la desesperación. Es un negro túnel cuyo final no alumbra antorcha alguna. Si Jesús “murió por nuestros pecados”, si “murió por nosotros” (1 Cor. 15:3; Rom. 5:8), entonces experimentó en su sufrimiento final densas tinieblas que velaron de su vista toda expectativa de resurrección. Si hubiese sido animado por la esperanza de la resurrección, en esa medida habría fracasado en “experimentar la muerte por todos”, o en darse verdaderamente “por nuestros pecados”.

En el mejor caso, se habría podido prestar, lo que dista una eternidad de darse por nosotros.?Nada tiene de extraño que la naturaleza humana de Cristo se tambaleara ante tan aterradora experiencia. Cayó postrado en el Getsemaní, gimiendo así: “Mi alma está muy triste, hasta la muerte”. “Yendo un poco adelante, se postró sobre su rostro, orando y diciendo: ‘Padre mío, si es posible, pase de mí esta copa; pero no sea como yo quiero, sino como tú’” (Mat. 26:38,39).

La copa que bebía es algo que ningún otro ser humano conoce todavía en su plenitud. De hecho, desde el principio, él es el único que realmente ha muerto. La plenitud del horror de la más absoluta desesperación que caracteriza a la segunda muerte, es lo que él “experimentó” en la plena conciencia de la realidad de su muerte eterna. Ni los clavos que atravesaron sus manos o sus pies, ni los azotes que sufrió le quitaron la vida. A duras penas debió sentir el dolor físico en la cruz. Tal fue la intensidad del sufrimiento de su alma, que le hizo sudar gotas de sangre en Getsemaní, y finalmente le quebrantó literalmente el corazón. “La afrenta ha quebrantado mi corazón, y estoy acongojado” (Sal. 69:20). Durante su vida, e incluso en parte de las horas de su pasión final, Jesús poseyó la segura confianza en su resurrección. Vivió como a la vista misma del tranquilizador rostro de su Padre. Ninguna sombra podía entonces aterrorizarlo. Cuando el ladrón arrepentido le rogó, “acuérdate de mí”, Jesús retenía aún su gozosa confianza, pues le prometió: “Te aseguro hoy, estarás conmigo en el paraíso” (Luc. 23:43; en el original no existe la coma, ni el “que”, que aparece en algunas versiones). Pero Jesús aún no había apurado la copa hasta su más amargo final. Estaba por ocurrir una siniestra circunstancia.

La amenaza del fracaso eterno en su misión

Con el fin de hacer esa copa rematadamente amarga a los labios del Salvador, el malvado tentador empleó como su agente al pueblo que Cristo había suscitado para que lo representara.

Sobre la cruz, a Jesús le resultaba imposible dejar de escuchar a la gente decirse unos a otros: “A otros salvó, pero a sí mismo no se puede salvar. Si es el rey de Israel, que descienda ahora de la cruz, y creeremos en él. Confió en Dios; líbrelo ahora si le quiere, porque ha dicho: ‘Soy Hijo de Dios’”. Algunos le desafiaron así: “Si eres Hijo de Dios, desciende de la cruz” (Mat. 27:42,43,40).

Nada nos autoriza a pensar que Jesús fuese indiferente a esas provocaciones. Ese tentador “si”, debió resultarle particularmente duro de sobrellevar en la hora de su extrema humillación. “Confió en Dios; líbrelo ahora si le quiere”. Clavado de manos y pies, Jesús no podía apartar sus oídos de esas burlas y provocaciones. Todo cuanto podía hacer era orar. Pero nadie en el cielo parecía responder a su clamor: “Clamo de día y no respondes”, se lamenta en Salmo 22:2. Cuatro horas se debatió con la terrible carga. En algún momento, con posterioridad a esos “si” maliciosos, “desde la hora sexta hubo tinieblas sobre toda la tierra hasta la hora novena” (las tres de la tarde), “Jesús clamó a gran voz” esas palabras de desgarrador lamento y soledad, indicando que estaba ahora sintiendo en su crudeza el terror de la total separación de su Padre (Mat. 27:45,46).

Como saeta envenenada, esa última tentación le produjo la más indescriptible angustia.?Las tinieblas velaron misericordiosamente su agonía cuando sus crucificadas manos no podían ya ocultar su rostro bañado en lágrimas de la mirada hiriente de aquella turba burlona. Sólo su voz quebrada pudo oírse en la negra oscuridad que envolvía el Calvario. ¡Cuán cruel puede ser el humano! ¡Y cuán misericordioso fue el Padre al rodear a su Hijo torturado en cortinas de tinieblas, mientras sufría así! A ningún ángel le fue permitido contemplar su rostro angustiado, mientras pronunciaba ese clamor desesperado. Tampoco a Cristo le fue permitido sentir el abrazo de amor y fidelidad que el Padre anhelaba profundamente dar a su único Hijo, en la hora más amarga. El Padre estaba allí, sufriendo con su Hijo, puesto que “Dios estaba en Cristo reconciliando consigo al mundo” (2 Cor. 5:19). Pero Cristo tiene que sentir el horror del más desgarrador abandono, ha de pisar solo el lagar. Terriblemente solo.

Algo resistió en él, algo que nos imparte a nosotros

Aunque la esperanza zozobraba, el amor resistió. Hay un salmo singular que describe la horrible experiencia que Cristo conoció. En él se abre ante nosotros una ventana a través de la cual podemos examinar de cerca el corazón de Jesús mientras pendía de la cruz, en sus largas horas tenebrosas. Está oyendo las burlas de la multitud, y reflexionando en el misterioso silencio de su Padre. El salmo 22 lo presenta considerando cómo sus antecesores obtuvieron respuesta al orar. ¿Por qué no la obtenía él? “En ti esperaron nuestros padres; esperaron y tú los libraste. Clamaron a ti y fueron librados; confiaron en ti y no fueron avergonzados. Pero yo soy gusano y no hombre; oprobio de los hombres y despreciado del pueblo”. “Clamo de día y no respondes; y de noche, y no hay para mí descanso” (vers. 4-6,2).

Es el camino más espeluznante que uno puede recorrer. Cuando percibes que ni uno sólo presta atención, ni siquiera Dios, la desesperación destila su peor veneno mortal. La verdad es que ningún otro ser humano ha gustado jamás esa copa de desesperación en su estado puro, el amargo peso de la culpabilidad acumulada de todos los pecados del mundo puestos en su conciencia. Cristo es “la luz verdadera, que alumbra a todo hombre que viene a este mundo” (Juan 1:9) y sostiene a todo ser humano en sus horas más oscuras con un luminoso rayo de esperanza. El Espíritu Santo asegura a nuestra alma: ‘¡Alguien te presta atención!’ Incluso si malgastaste tu vida como malhechor, puedes ver la esperanza en esos últimos momentos.

Pero a Jesús se le niega tal esperanza, no le es dado sentir seguridad alguna. “He pisado yo solo el lagar”, declara (Isa. 63:3). Apura la copa hasta lo último.?No obstante, ha de encontrar la forma de cruzar el oscuro abismo que separa del Padre a su alma desamparada . Ha de vencer esa convicción de separación que parece irresistible. Ha de lograr una expiación, una reconciliación con él. Si el Padre lo ha abandonado, ¡él no va a abandonar al Padre! Si es incapaz de divisar puente alguno que salve el abismo de esa total desesperanza humana y divina, como Hijo de Dios, como Príncipe de gloria, ¡él mismo va a construir el puente!

El salmo inspirado nos dice lo que sucedió. La mente de Cristo retrocedió a su infancia en Belén. Aunque ahora “no respondes”, no obstante, “tú eres el que me sacó del vientre, el que me hizo estar confiado desde que estaba en el regazo de mi madre. A ti fui encomendado desde antes de nacer; desde el vientre de mi madre”. Con espíritu maltrecho, rememora y se apoya en los eventos de su vida que evidencian el cuidado de su Padre hacia él. Si Dios oyó el clamor de “nuestros padres” y me guardó, cuando era un desvalido bebé en aquel establo de Belén, ¡no me abandonarás ahora!

Cristo conoce la misericordia y gran amor del Padre. Decide confiar plenamente y hasta el final en que no va a fallarle ahora. “Por la fe”, el angustiado Hijo de Dios atraviesa el abismo. Como ser humano, confiará en el amor de su Padre, aún estando en las impenetrables tinieblas y en los tormentos del infierno.

Al aproximarse los momentos finales, se siente como uno que es lanzado de un cuerno a otro de animales salvajes: “Sálvame de la boca del león y líbrame de los cuernos de los toros salvajes” (Sal. 22:21). En esos últimos momentos desesperados, su fe irrumpe gloriosa, y atraviesa triunfante las tinieblas. Como Jacob luchando con el ángel en las tinieblas de la noche, Cristo se aferra al Padre –quien no puede abrazarlo– y se ase de él por la fe. –“¡Me has oído!” ¡Aunque el Padre lo haya abandonado, él no abandonará al Padre! Clama: “no te dejaré, hasta que no me bendigas”. La fe de Cristo sale vencedora, hasta incluso de los horrores de la “muerte segunda”.

Amor indescriptible

Una vez subsanado el error, comencé a ver la cruz tal cual es. Comencé a comprender “la anchura, la longitud, la profundidad y la altura... [del] amor de Cristo”, aún siendo cierto que “excede a todo conocimiento” (Efe. 3:18, 19). Lo que antes había estado en una nebulosa de confusión, tomaba ahora contornos nítidos. Por fin había ingresado en el parvulario.

Por fin comencé a ver el amor que tan poderosamente motivó a los apóstoles. Su abnegada devoción dejó de parecerme lejana e inalcanzable. El amor que conocieron los discípulos comienza a brillar como la única respuesta que cabe esperar de un corazón sincero, ante el sacrificio hecho por Cristo. Sí, me glorío sólo “en la cruz de nuestro Señor Jesucristo” (Gál. 6:14).

Pero queda aún un abismo que tiende a separarnos de esa comunión con Cristo que los apóstoles vivieron. Vayamos en búsqueda de la verdad que por la fe atraviesa ese abismo.